There's a man going around taking names,
And he decides who to free and who to blame
Johnny Cash, When the Man Comes Around.
Ya el propio nombre impacta: Generation Kill. Generation es generación, sustantivo, grupo de hombres que ha nacido en fechas cercanas y que comparte el mismo contexto cultural y social. Kill es matar, asesinar, verbo. Hay tres tipos de series: las que buscan enganchar al espectador y cuentan una buena historia, las que buscan enganchar al espectador y cuentan una mala historia, y las que enseñan. Ahora hago una pausa y me lío un cigarrillo para pensar. Doy al play en Grooveshark y escucho otra vez la canción de Johnny Cash. Son las cinco y diez. Déjenme quince minutos en blanco.
Vale. Dejo el cigarro a una calada de terminarse. Me cuesta escribir sobre algo tan serio. No es Barcos y estómagos, ni Un país de cine, ni artículos que hago a toda prisa para salir del paso. Es algo que me supera, a mí y a todos ustedes. Algo que supera a los propios soldados y a las víctimas, a David Simon, Ed Burns —creadores de la serie—, a McNulty y a Lester Freemon, policías sufridores de Baltimore. Incluso a Johnny Cash y su canción, basada en el Apocalipsis. Y vean una vez más cómo el arte —la canción, el cine— se eleva por encima de sus propios creadores, pero nunca de la realidad que plasma.
El otro día, en una pausa que hice mientras trabajaba, salí a fumar a la puerta de atrás de la facultad —la principal estaba llena de estudiantes de dieciocho años—, y me fijé en algo que me hizo pensar que, de alguna forma, el mundo artificial en el que vivimos está relacionado directamente con la miseria y la mezquindad. A ver cómo lo explico para que me entiendan. No es fácil. Bien, resulta que, en el muro del edificio, había una junta que se les debió olvidar cubrir de cemento a los albañiles, porque estaba rellena de pasta de espuma, ya saben, esa que es blanca y blandita, que sirve para aislar. Llegaba desde el suelo hasta el techo sobre la puerta. Mientras fumaba tranquilo, me puse a observar la junta. Estaba llena de cigarrillos incrustados en la espuma. No quedaba ni un hueco para otro pitillo más. Desde mis pies hasta un metro por encima de mí, cientos de agujeros, cada uno con su colilla, en procesión amarilla de suciedad y podredumbre. El resto, en fin, es la gran facultad de ciencias sociales. Aulas luminosas y grandes vestíbulos. Centro incorruptible del saber.
El mundo irreal que nos rodea está anclado sobre la barbarie. Eso debieron pensar los guionistas de Generation Kill, y eso debió escribir el reportero de Rolling Stone que acompañó a los marines en su periplo hacia Bagdad, como vanguardia de guerra, Buñueles, Duchamps, Bretones de la muerte y la violencia subidos en Hammers. Obedeciendo órdenes, esperando, asesinando, cocinándose en el fuego lento de la sinrazón y la crueldad. En una guerra, el noventa por ciento del tiempo es espera, y el diez restante es combate. Es quizá por eso que Generation Kill no engancha del modo habitual, no cuenta una historia: es un pedazo de realidad, de la más descarnada y brutal de las realidades, en la que mirar al horizonte y aguantar el calor es más asfixiante que pegar tiros y bombardear franjas.
La vida de estos marines es tan lejana y está tan sujeta a los medios de comunicación, a la política, a las mentiras, que nadie sabe nada de ellos. Ni sus propias familias, sus propios amigos, conocen realmente lo que viven en la guerra: qué común es preguntar a alguien que ha estado allí qué ha hecho en realidad, cuál era su rutina, y qué común es oír respuestas vagas e imprecisas, incomodidad y cambios de tema. La guerra, sólo conocida por quien la vive, se muestra en esta serie tal como es, de la mano del reportero —está basada en una historia real— que viajó como un soldado más por el campo de arena caliente.
Por eso casi no hay tiros, ni acción. El espectador asiste al día a día de un grupo de hombres cuya profesión es matar. Cómo la tensión los agarrota y los hace hablar demasiado, insensibilizarse, estar siempre en silencio, llorar por cualquier cosa, pelearse, masturbarse, regalar una chocolatina a un niño iraquí porque tres horas antes, llevados por la confusión y el miedo, volaron la cabeza de una chiquilla que viajaba con su padre en coche. Cómo unos piensan en lo que están haciendo y guardan algo de humanidad en su interior, cómo otros son auténticos asesinos en el lugar y el momento correctos, cómo la dureza extrema de la situación hace que los más honestos callen a tiros la voz de su conciencia, que los más idiotas destrocen la cara de un prisionero pacífico a golpe de bayoneta por pura diversión, que los inteligentes lo vean y callen, que los altos mandos ordenen bombardear un poblado en el que las mujeres lavan ropa, por precaución, por guardar las espaldas de un pelotón de hombres enviados a aniquilar hombres, por justificar los ingresos y la riqueza de un país desarrollado y poderoso, seguro y loable, líder. Entonces al ver una niña con las piernas cortadas en la cuneta, al volar los brazos de un joven pastor que viaja en camello, al gritar de la excitación cuando un tiro de tu fusil le revienta la nuca a un rebelde, el que está frente a la pantalla no se pregunta nada, no se plantea nada, sólo asiste al teatro real de la vida y la muerte.
Generation Kill te deja petrificado, ausente, sin capacidad de hablar o de escribir un maldito artículo, porque te vacía por dentro, poco a poco, y te hace ver que esos marines no son más que hombres, como ustedes y como yo, como esos estudiantes que aplastan las colillas en los cimientos de la universidad, dejando un reguero amarillo, sucio, miserable, que asciende por el edificio igual que avanzaban los soldados hacia el norte de Irak. Hombres maltratados, víctimas, las peores y más tristes víctimas de todas, porque todos nosotros, ustedes, yo, los justificamos y provocamos su existencia, y cerramos los ojos al mundo para fijarnos en lo real, lo tangible, lo que vemos y tocamos, lo que menos tiene que ver con la realidad absurda de una niña, de su sangre joven, de su cabeza reventada en la cuneta a pocos metros de su casa, de su hogar, de su realidad, del único hogar y la única realidad que había conocido nunca.
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