En la tardiña, mi jardín se revuelve pacífico y tranquilo, con la brisa que lo acaricia y los golpes de mar que suenan lejos, con el rumor de los árboles moviéndose allá al fondo y el ambiente siempre fresco de Galicia. Estoy en mi casa de nuevo, oliendo la hierba que crece salvaje, los relojes que corren más despacio. Llevo aquí tan sólo un día y ahora escribo desde otro lugar, la ventana enfrente que no lleva los mismos cristales que aquella otra, que no me regala las mismas vistas: antes, tejados naranjas e intimidades de un patio interior salmantino; hoy, hierba verde y monte galaico bailando inalterable bajo el sol. Es complicado pensar en las distancias y en los lugares, tan distintos son los unos de los otros y tantas horas de viaje los separan; sin embargo nosotros somos los mismos, hablamos íntimamente en el mismo idioma secreto. Nunca es sencillo acostumbrarse a la vida que se ha dejado atrás, igual que nunca es fácil construir una nueva lejos de la conocida. Hoy los árboles me hablan de pasadas tardes y lecturas recientes, ahora perdidas en la inmensidad de la distancia, de estos últimos días en los que he terminado de leer Los renglones torcidos de Dios. Y parecen tan lejanas, tan remotas sus páginas y lo que me hicieron sentir como las piedras claras de Salamanca y las voces que he dejado atrás y que tanto extraño.
Tengo que hablar aquí sobre ello, no puedo permitir la indiferencia ante el inesperado descubrimiento que he hecho con esa lectura. Algunos de ustedes, los que hayan visto la película que ahora mencionaré y los que hayan leído la obra de Luca de Tena, comprenderán lo que estoy a punto de contarles. Otros leerán este artículo y quizás eso les cree la curiosidad necesaria para abordar lo desconocido, bien la novela o bien el filme. Y a muchos los dejará indiferentes ante las dos obras. Sin embargo, nadie quedará sin conocer la humilde opinión y en cierto modo atrevida protesta que lanzaré hoy. Es la magia de la palabra escrita: queda para siempre en nuestra retina, agazapada, latente, preparada para saltar a relucir el día menos pensado.
Es de sobra conocida la última cinta de Martin Scorsese, Shutter Island, basada en la novela homónima de Dennis Lehane, publicada en 2003. A muchos les sorprendió e incluso les causó indignación su ninguneo en los Oscar, aunque es cierto que su temprano estreno en 2010 y la inevitable desmemoria de los académicos hacía prever que no tuviese presencia en la gala. A mí, personalmente, no me preocupó demasiado: es un buen thriller, de éstos oscuros que ahora tanto se llevan, entretenido y efectista, con buenas interpretaciones -profesional DiCaprio- y destacada dirección artística y fotografía; pero es también endémicamente tramposo además de previsible.
El detective interpretado por Leonardo DiCaprio llega, junto a su compañero Mark Ruffalo, a un manicomio situado en la más oscura y misteriosa isla que hay frente a Boston. Resolver la desaparición de una peligrosa asesina que estaba allí recluida, su misión. Convivir con los enfermos e investigar dentro de la vida delirante y horrorosa de una institución de esas características, su reto. El psiquiátrico está dirigido por Ben Kingsley, un personaje lleno de enigmas, de una inquietante fuerza oculta que el espectador percibe en cada plano.
La historia se desarrolla a partir de aquí en el manto rugoso de la locura y la ambientación terrorífica, de los entresijos de la mente enferma y los deseos desconocidos, los pensamientos indescifrables y las reacciones sorprendentes. Con semejante campo de cultivo para el efecto y la trampa, cómo no iba a caer el bueno de Martin en el error. A lo largo de toda la cinta nos va dejando pequeñas pistas, para algunos verdaderamente sutiles e indescifrables, para otros obvias desde el primer instante, que nos llevan de la mano al clímax final. Pero es que no es justo, ni muchísimo menos, con el espectador. No es legal, no aprecia al público. Lo más ruin y mediocre de un creador de historias, desde Arthur Conan Doyle a David Fincher, es mostrar al que lee o mira menos de lo que los personajes conocen. O dejar entrever el camino verdadero al mismo tiempo que se colocan pedruscos innecesarios que complican la trama. Martin Scorsese -o el guionista, quién sabe hasta qué punto respeta un director de ese calibre los libretos originales- es consciente de que sus detalles dejan demasiado clara la resolución del conflicto antes de tiempo y opta por enturbiarnos conscientemente con idioteces que ningún sentido tienen y que no están justificadas; eso sí, técnicamente perfectas y con mucho gancho, algo que todo buen consumidor tragaría sin rechistar, anzuelos envenenados que la mayoría mordería sin darse cuenta. Pero aún así, nada. Al menos conmigo y con no pocas personas que también la han visto, no funcionó. La previsibilidad del guion es demasiado explícita incluso para hacer trampa.
Hasta aquí, lo que es la película. Un thriller perfectamente ambientado, entretenido, de los que se debe nutrir el cuerpo principal de la producción cinematográfica. Un trabajo bastante notable, en definitiva, a pesar de sus engaños. Pero hace unos días me di cuenta de que la trama policíaco-psiquiátrica del escritor Lehane no era tan original y admirable como pensé en un primer momento. Hace unos días me asaltó la sospecha, después la duda, luego la decepción. Hace unos días terminé Los renglones torcidos de Dios.
Y claro. Torcuato Luca de Tena ya abordó la locura en esa novela, además de una forma profunda y entregada, ya que fingió una enfermedad mental para vivir él mismo internado durante un tiempo, y leyó numerosos libros de psicología, y habló con muchísimos profesionales del sector. En este sentido, el valor del libro es enorme, casi inigualable. Llevar algo tan contradictorio y desconocido como la paranoia a la literatura es una empresa arriesgada y precisa, complicada y peligrosa, en la que sólo unos pocos escritores pueden tener éxito. Literariamente, en cambio, no me aportó demasiado; quitando el maravilloso trazo con el que describe a los personajes y los hace dialogar, el estilo brilla quizá por su simpleza. Además, Luca de Tena comete la imprudencia de manchar la historia con su ideología: los que la hayan leído sabrán por qué. Algo con lo que un artista debe tener extremo cuidado.
Pero esto no quita que se trate de una novela detectivesca ambientada en un manicomio, ni quita que una mujer, Alice Gould, fuerce su internamiento para investigar a un asesino que se encuentra también allí. Tampoco quita que el director, en este caso Samuel Alvar, guarde tan sospechosas similitudes con Ben Kingsley, ni quita que la protagonista tenga la misma personalidad que Leonardo DiCaprio. Tampoco que la trama se desarrolle casi de igual forma, ni que el clímax se alcance de la misma manera, ni que la resolución del conflicto y su causa sean absolutamente iguales. ¿Qué ocurre aquí, señor Lehane, señor Scorsese?
Aclaremos la situación: tenemos una novela española de 1979, admirable, concienzuda, bien elaborada; otra americana de 2003 que no he leído y una película hollywoodiense de 2010, basada en ésta última, evidentemente lastrada por ciertos vicios de que adolecen el cine y la literatura. Los personajes y la trama son exactamente los mismos. El tema es idéntico. La idea, calcada.
Como antes comencé diciendo, las distancias y los lugares son complicados. Nos cuesta acostumbrarnos a ellos, cambian continuamente a lo largo de la vida y dejan en nosotros posos muy diferentes; nos forman, nos moldean, hacen que lloremos o que nos aburramos, que echemos de menos algo que se ha perdido o que deseemos quedarnos para siempre en un mismo sitio. Pero las personas son siempre las mismas. Pensamos de la misma forma en cualquier lugar, sentimos pasiones idénticas estemos en Salamanca o en Galicia, recordamos el mismo libro amarillento y la misma mujer que nos lo prestó, caminamos bajo el mismo sol, vemos las mismas películas, leemos los mismos libros y copiamos las mismas historias. En Estados Unidos o en España, en el lejano rumor de los años ochenta o en nuestro siglo XXI, tan falso, tan lleno de plástico, de cristal, tan atiborrado de efectos y trampas que hay que recurrir al pasado para fingir que aún ahora, en medio de todo este caos, seguimos avanzando a trompicones.