Es la vida, que avanza. Y a veces nos deja fríos, sentados dentro del coche, viendo pasar los árboles igual que pasan los años: veloces, difuminados, sin nitidez. Como los relojes en el desierto, La persistencia de la memoria, Dalí, que se derriten sobre la mesa, porque el tiempo al final no existe y se consume; porque el tiempo, al final, no es más que la forma en que medimos las posibilidades que tenemos de morir.
Hay una película que recuerdo siempre, que trata sobre la aventura maravillosa de unos chavales que se lanzan a descubrir un tesoro escondido. No está en la línea de Stand By Me, otro gran clásico del cine adolescente —comparen el cine adolescente de antes con el de ahora, oh vampiro gótico que se menea a una jovenzuela—, pero sí en la de un Indiana Jones jovencito, coral y sin barba, que juega emocionado a la búsqueda de un misterio que no es más que la búsqueda de sus propios sueños: Los Goonies.
Hace tiempo que no la veo, porque mi madurez me ha hecho tuampa, como dice Data, ha dejado que me olvide de este tipo de películas porque tengo que buscar algo, tengo que encontrar algo, la meta de no se sabe dónde, el objetivo de no se sabe qué, allá escondido en los límites del tiempo y que tiene que ver con alguna forma de belleza (Marsé). Por eso me dedico a otras cintas, a otras lecturas, donde supongo está la cifra del mundo (De Prada), esa cifra incesante e inútil, imposible, que quizás sea el zaguán, las flores, el poema (Borges). Y vivo enfrascado en la aventura, igual que Los Goonies en el tesoro, caminando a veces solo, a veces acompañado, por el túnel sombrío, lineado de sombras, que probablemente no tenga fin.
Sin embargo hay veces en que uno despierta del sueño y su mente sale al aire libre. La semana pasada viajé a Galicia, a través de nueve horas plagadas de mesetas, montañas y lluvia. Como Los Goonies, inmerso en el viaje al tesoro, camino repleto de baches y obstáculos, yo no sabía si salía del sueño o volvía a él. Intemporal, profundamente alta, la orilla del Atlántico que me vio nacer, vivir aventuras fantásticas trepando a los árboles, corriendo en el campo, robando manzanas y fresas de las casas vecinas; creciendo, en fin, como debe crecer un niño. Con poemas antes de acostarme, el calor de la chimenea humeante, con sol y tierra en las manos al mediodía, con un balón en los pies y una sonrisa manchada toda la tarde.
Es entonces cuando uno se encuentra en casa, y ve a su hermana ilusionada porque le cuenta una historia antes de dormir, una historia de caimanes, pequeños príncipes y castillos de cristal, inventada a partir del poema de Rubén Darío que tantas veces mi madre me recitó al borde de las noches infantiles. Es entonces cuando salta a la memoria Los Goonies, ‘yo ya no veo esas películas, yo busco otra cosa’, y salta también a la cara la vergüenza, la pregunta interior, la certeza quizá de que se está olvidando el pasado y de que los sueños actuales, quizá también, no son los verdaderos sueños. Porque un sueño es algo que imaginamos mientras dormimos, y que está por tanto en el pasado, no una meta o un objetivo que queramos alcanzar algún día, y que probablemente nunca existirá. El sueño, pues, es La persistencia de la memoria, la vuelta a casa, el origen, los árboles verdes y las tardes de verano perdidas.
Y claro. Uno recuerda Los Goonies, recuerda a Data, recuerda a Sloth y a Gordi, cómo anhelan lo fantástico y lo misterioso, cómo luchan contra sí mismos y contra sus miedos para seguir avanzando —es la vida, que avanza— y descubren al fin el barco pirata, y lo ven partir hacia el mar, que es más bien el mar de su futuro, de la incertidumbre, y que simboliza la infancia perdida por la experiencia, que se aleja de ellos para siempre. El monstruo es la representación del terror a lo desconocido, el hermano es la autoridad impuesta e injusta, el viaje y los peligros es la vida, el objetivo es encontrar el barco, la realidad es que el barco se va, y se lleva todo con él. Los Goonies maduran en su película, aunque no lo parezca a simple vista, y como nosotros, como yo, se pierden por el camino, y crecen y al final, en ese plano en que miran cómo zarpa el barco, miran también la ilusión alejándose lentamente.
Yo, el sábado pasado en Galicia, miré la ilusión, la ingenuidad perdida en los árboles que se difuminaban a través de las ventanillas. El coche, el río a la derecha, mi familia esperando en casa, el mar a mis espaldas. La miraba, la ilusión perdida, pensando en la belleza y en las metas y en no sé qué falsos sueños, sintiéndome un poco perdido también, como la ilusión difuminada. Entonces él dijo que este martes iba a ver Los Goonies al cine, porque la reponían en Coruña. Y la mente me pegó un vuelco, ‘hacía tanto que no nos veíamos’, ‘qué extraño es todo ahora, cuando vuelvo a casa y veo que mis sueños no están aquí’, ‘volveré, siempre volveré, pero buscaré mi lugar en otra parte’. Entonces comprendí, justo antes de que parásemos en la central eléctrica del río. Pisé la tierra mojada junto a las ruedas, cubierta de hojas. Encendimos dos cigarrillos, nos apoyamos en el coche mirando los árboles.
La vida avanza, y nos lleva a lugares extraños, moldea nuestros anhelos y hace de nosotros hombres, porque nos madura y nos hace ver más claramente dónde está nuestro objetivo. Mentira. Lo que hace la vida es llevarnos a la fuerza, colocarnos donde ella quiere, influir en nuestras ideas y robarnos la ilusión perdida, la persistencia de la memoria. Lo que hace la vida es ponernos trampas. Y la mejor forma de saber llevarla, de saber vivir, es detenerla de vez en cuando, volver a la tierra, respirar aire limpio, ver la película de Los Goonies en el cine o fumar un cigarrillo en el monte.
Porque, como pintó Dalí, el tiempo en realidad no existe. Es sólo una excusa que nos libera de la culpa, del sentimiento agrio de dejar escapar la memoria, el origen, los verdaderos sueños (árboles, sol, amistad), una excusa para justificar que cedemos a las trampas de la vida y nos dejamos moldear por los contextos. Y menos mal, y gracias a dios, que existen amigos sabios, persistentes, capaces de hacernos ver que Los Goonies, o el humo de dos cigarrillos en el monte, son una buena forma de hacer tuampas, de devolver las tuampas, de vencer la fuerza que hace que nos separemos cada día un poco más, y nos vayamos olvidando de quiénes somos y de qué es realmente un sueño.
A Marco López Picos, cigarrillos en la central, Gonnie, amigo verdadero capaz de vencer al tiempo y de hacer que yo también lo venza.
2 comentarios:
Los sueños, a mi parecer, es la única herramienta eficaz para parar el tiempo. Hace que nos centremos tanto en conseguirlos, que no nos demos cuenta de qué ocurre mientras invertimos todo "el oro" en ellos. Es la única forma de hacer que no exista el tiempo.
Pero el tiempo está ahí, pasando y pensando. Y bien si conseguimos el sueño, o bien si desistimos en el camino, llega un momento en el que nos damos cuenta de la elipsis. Cuando terminamos una carrera, cuando llegamos a la cumbre y miramos atrás, ese es el instante en el que nos damos cuenta.
Espero que el tiempo exista, aún doliéndome en el alma cuando no deja de pasar. Puedes llamarlo memoria, puedes llamar al tiempo de mil formas, pero está y es, y nos hace ser quienes somos.
P.D: Gran Rincón!
Querido Chechu:
La madurez, el hecho de dejar atrás la adolescencia, es lo que nos hace conocer el verdadero valor de las cosas. En este artículo has demostrado que realmente conoces, reconoces y valoras la amistad.
Quizá porque os conozco a ambos desde niños, seguramente porque escribes maravillosamente bien, has conseguido que me emocione y que recuerde más de una noche de sábado en la que yo, como una niña más y contagiada de la emoción de tu amigo, mi sobrino, disfrutase de esta película y me sintiese capaz de partir en busca de mi tesoro.
Gracias por avivar mi memoria.
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