12/10/13

El rincón de Chechu: La campana negra

Yo me agarraba a un metal amarillo lleno de grasa, miraba al techo, a las esquinas, dejaba mis piernas abiertas para aguantar los vaivenes y las costillas; a mi lado dos estudiantes hablaban de sus novios (de sus chicos, decían ellas, qué rara forma de nombrar una pareja); detrás de mí un pelirrojo vestido de negro comentaba a su compañero todas las veces que faltaba a clase de inglés para beber cerveza en un párking; a mi derecha dos sordos se comunicaban en lengua de signos a dos metros de distancia uno del otro (qué inteligencia, pensé, qué bello decirse sin proximidad, como susurrando, en medio de tanta gente…).

Metro

De pronto había luz y de pronto se oscurecían las ventanas, y desde atrás miraba también la cabeza del vagón y me sumergía en tantos túneles que nos devoraban rápido, pensando en la forma de moverse de los cuerpos que parecían flores o tornillos de pie sobre los plásticos. A veces bajaba la vista por mis piernas para saber si me movía, es raro pero en el metro uno tiene el impulso de comprobarse, de revisar cada momento la certeza de que sigue en pie, en medio y debajo, de que mantiene la individualidad y de que no es como los otros cuerpos. Creo que a veces la mente nos empuja a comprobar que seguimos siendo hombres, como cuando dormimos un rato y nos despertamos intentando asir el aire, en una incorporación tan brusca que algunos piensan que se escapa el alma a cualquier viaje, a cualquier azotea. Es la misma sensación la del metro: cerciorarse de que uno sigue vivo: distinguirse al menos del resto.

Vagon

En estas ideas pensaba cuando se detuvo el vagón y entraron más cuerpos, y salieron algunos (las dos estudiantes, los sordos enamorados), y se pararon a mi lado dos ancianos: un hombre de pelo blanco, vestido con una camisa de lino clara y unos pantalones de pinzas; una mujer muy encogida, que miraba solamente el suelo, con falda larga y zapatos apretados. Me llamó la atención que sólo el marido se agarró con una mano a la barra amarilla, junto a la puerta, mientras cogía a la mujer por los hombros con el otro brazo, pegándola a sí mismo para que no se moviese y para protegerla, quizá, de los otros, de mí, que seguía mirando las esquinas y los túneles con disimulo mientras los estudiaba despacio. El hombre llevaba una gorra azul que ponía UCLA en letras brillantes, por lo que imaginé que serían turistas, quizá con un hijo estudiando en California, quizá profesores ya retirados. Sin embargo empezaron a hablarse en castellano; continuó, más bien, el hombre contándole a su mujer una historia interrumpida que quizá se había detenido con la llegada (mi llegada en tromba, violenta y chirriante) a la estación donde aguardaban.

Nube toxica

Yo no presto mucha atención a las conversaciones ajenas cuando estoy en Madrid, en el metro, porque me angustio y sólo pienso en comprobarme de vez en cuando y en el momento en que saldré de allí (de Madrid, no del metro). A mí me aplasta la vida en compartimentos porque soy de un tiempo que ni siquiera he vivido (¿anterior a las grandes urbes? ¿Imaginado?), y me asustan los remolinos humanos en torno a cualquier campana de aire negro visible desde tantos kilómetros. Una vez leí que el mundo se divide en esferas: nada más claro para comprenderlo como estar en Madrid, donde uno viaja desde el parqué gastado de un piso hasta los túneles con carteles del metro, y se embala en cajones subterráneos hasta una oficina o una clase o un bar cualquiera, y luego vuelta a empezar, y luego otra vez en otro recorrido distinto pero igual que siempre, sin ver la geografía, sin respirar el aire (¿qué es el aire?), sin conocer el verdadero espacio o el tiempo que se habita.

Trafico

Pero esta vez me detuve en la pareja de ancianos, escuché lo que él decía, memoricé las palabras exactas (y las copié en el teléfono móvil, en un mensaje borrador, para no olvidarlas): “Cuando bombardeaban Madrid con obuses, la metralla salía disparada por todas partes. Antes, la parada más cercana a nuestra casa era Ventas, pasando el arroyo… mi madre y mi hermana corrieron a refugiarse en el metro, pero no llegaron, y se escondieron debajo de un coche, las pobres ignorantes. Cuentan que la metralla decapitó a algunas personas, que siguieron corriendo sin cabeza, como pollos.

Manos

Después avanzamos una parada más, y los ancianos se bajaron despacio, entre tantos cuerpos, agarrados en su pequeña esfera. Yo me quedé mirando cómo se iban hasta que se cerraron las puertas y el metro empezó a moverse. Entonces me invadió algo así como una sensación amarga, como si los decapitados por la metralla siguiesen viviendo y andando por la ciudad, aplastándose contra las puertas del metro o de los bares: como si no hubiesen sido decapitados por la metralla sino por el tiempo, como si en realidad fuesen los cuerpos sólo cuerpos sin cabeza.  

Estacion_Metro

Entonces miré la puerta de mi derecha, que todavía no había mirado porque estaba cubierta de gente, y pensé en la pareja de ancianos y en los ojos verdes que me aguardan, llenos de geografías y de luces y de tiempo, y descubrí en un cartel este poema, lo leí entrecerrando los ojos porque estaba lejos; y escuché, al fin, mi música lejana; me comprobé, al fin, de pie sobre los túneles; salí, al fin, de la campana negra:

De tan poco que pesas mi suelo se construye
Aun estando tú lejos el amor me rodea
Aunque duerma sin ti duermo en tu lecho
No tengo yo tu amor por él avanzo
En él se pone triste esta tristeza
De tan poco que pesas es tuyo todo el suelo
Tu amor tan fácil de llevar me empuja
Tus delicados labios gobiernan hondas zonas
De quién somos si tú te llamas mía
Fue hecho para ti este ser que tus manos
tan seguras de qué tocaban han tocado

2 comentarios:

Cristina Riveira dijo...

Las grandes ciudades son así, gente, almas, pero sin comunicación. Qué bonito que escuchases esas palabras de un recuerdo y que compartieses ese momento íntimo.
De todos modos también hay cosas de una gran ciudad que cautivan, que atraen, como en Nueva York. El bullicio de la jungla humana también es belleza.
Un beso!

simon dijo...

Grande!