—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
Juan Rulfo, No oyes ladrar los perros.
El oído es el sentido que sirve para adivinar el futuro. Si caminamos por el bosque, podemos escuchar el agua apretándose contra las piedras y saltando entre los árboles mucho antes de ver un río, si estamos en casa, sabemos cuándo alguien abre la puerta y quién llega, notamos la identidad de los pasos, de la forma en que se mueven los pies, en que crujen las rodillas —mi madre—, la manera de soltar las llaves sobre la mesa o de colgar la chaqueta en el perchero, y todo esto estando lejos, al otro lado del pasillo, el río desde una ladera y las personas desde la cama, todos son para nosotros antes de aparecer a nuestra vista.
Deberíamos fiarnos más de lo que oímos. Eso pensé hoy al ver Los violentos años veinte, de Raoul Walsh, en la que James Cagney, Jeffrey Lynn y mi querido Bogart interpretan a tres veteranos de la primera guerra mundial que, de vuelta a casa tras la amnistía, tropiezan de bruces con una realidad que no es la misma que dejaron porque el tiempo ha pasado en todos los lugares, y no sólo en el baile de tiros bajo árboles y matorrales franceses en los que se vieron envueltos los últimos dos años. No hay trabajo, no hay motores que arreglar ni bares que atender: otros ocuparon sus puestos cuando partieron hacia la violencia, y ya nada ni nadie les devolverá los días que dejaron atrás.
Antes de regresar, en los estertores del conflicto, Walsh nos muestra en unas primeras secuencias magistrales lo que es cada uno: Lynn duda, mientras están atrincherados en una casa derruida, si disparar a un soldado francés que ‘parece tener quince años’, y Humphrey lo mata al instante, respondiendo ‘pues no cumplirá los dieciséis’. Y sonríe mientras Cagney espera, soñando con que la situación termine de una vez. Ladridos.
De vuelta en Estados Unidos, sus destinos se separan momentáneamente y los tres personajes van buscándose la vida como pueden: James Cagney es arrastrado por la coyuntura y se convierte en traficante de alcohol –Acta Volstead—, Lynn comienza a trabajar como abogado, y de Bogart no se sabe nada. Llevada por maravillosas transiciones contextuales, de mano de titulares, noticias, e imágenes de tono documental, la película avanza, y asistimos al auge de la clandestinidad y el dinero fácil, a la transformación de personas corrientes en peces gordos del hampa, y al progresivo aumento de la violencia que, ladrando, avisa de lo que está por venir. Y mujeres amor atracciones y engaños.
Días noir y noches noir, de la mano de un trío de hombres con distintas morales y diferentes principios. Mujeres rubias y niñas bellas que crecen y cantan, humo en los locales, diversión y libertad destilada en bañeras, manchada de podredumbre que nadie ve porque nadie oye, hasta que los tiros inundan los vasos y rompen la canción, y de pronto el mundo se asusta ante la situación que estalla, y nadie había visto venir el fin porque todos bailaban y ganaban dinero.
Delante de las narices de Cagney el mundo se derrumba. Ante Flynn, la situación es insostenible y sus principios, el amor por la voz que canta y aquel tiro que no disparó al soldado francés, lo llevan a un futuro honrado, alejado del dolor y los peligros, en una cómoda casa que nada tiene que ver con la tierra que tragaba en la guerra. Cagney y Bogart, tiburones devorados, terminan como los ladridos avisaron: la coyuntura arrastra al primero al mismo lugar de donde había venido, el anonimato, aderezado con alcohol de derrota y falsa esperanza de iluso, y el pasado condena al segundo a enfrentarse a sí mismo, porque todos son él mismo y nadie lo rodea. Tiros escaleras, qué fuimos y qué somos ya nada, ellos dos no lo vieron llegar porque nunca supieron quiénes eran.
Así que deberíamos prestar más atención a lo que oímos. En Galicia, cuando los perros aúllan, significa que alguien morirá pronto, y la gente se prepara porque sabe que los perros intuyen el final de la agonía, la luna blanca brillando sobre la ría, el viento quieto nada se mueve, la helada cayendo lenta sobre los campos cultivados y los caminos, los perros, los aullidos, la muerte. Esos dos veteranos de guerra no supieron conducirse bien en sus destinos, no por cómo fueran, no por falta de valor o de suerte, no por llegar tarde a la verbena o dejar pasar el último tren. Acabaron quietos, petrificados sobre alfombras blancas, el uno de piedra, el otro de nieve, porque allá en la gran guerra no supieron prestar atención a los ladridos, o quizás no supieron nunca, o nadie les enseñó nunca que nada puede ir bien para siempre aunque no se oiga ladrar los perros.
1 comentario:
Magistral. A partir de ahora , prestaré más atención a los ladridos de los perros
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