Llevo viendo series españolas varios meses, por motivos ajenos a mis gustos o preferencias personales. No temporadas completas, ni más de dos episodios. Sólo algunos sueltos. Perlitas, vamos. Como esas bodas fabulosas que se hacen ahora, llenas de pinchos art déco, de platos Ikea, en las que no hay menú porque lo que hay son canapés de mil sabores, de mil formas y de todos los estilos posibles. Y yo, que soy vulgar y estoy animalizado, no me sé comportar ni me encuentro cómodo cogiendo sólo una tostadita de foi —fuá— con gamba caramelizada, y llevándome a los dulces labios pequeñas delicatessen de carrilleras con limón, en lugar de comerme una buena cazuela de gambas al ajillo de primero, y las carrilleras con patatas de segundo, así, a saco, manchándome la perilla y juntándolo bien todo en cada bocado, patata, carne, salsa, y a fartarse bien, que es fiesta y neniño apaña ben o prato.
Pero bueno. Disculpen mis divagaciones culinarias —todavía no he cenado y este artículo debe salir hoy, son las nueve y cuarto—, y a las series españolas, que es lo que toca. Lo que decía: que últimamente he visto algunas. Y no quería dejar pasar la oportunidad de traerlas aquí, a mi pequeño espacio, ya que últimamente me da demasiado por el arte y por la lágrima, y por hacer de filósofo barato, y quizá ustedes se cansen de tanto ladrido, de tanta profundidad aparente, y de tanta cita de Rulfo o de Paco Umbral, o de mi buen amigo David V. Couto.
Hay veces, sobre todo cuando camino de vuelta a casa un día como hoy, después de haber analizado El barco y Los protegidos durante tres horas, en los que realmente me dan ganas de subir a un barco y alejarme de todo. Hace sol, falso día de sol, y la gente come sobre la hierba, reparte panfletos de color rojo y se nota alborozo, esparcimiento, plenitud en el ambiente. Pensarán que soy un huraño, que soy un mal tipo, antisocial y extremista, cada vez que leen líneas de este cariz, en este rincón. No sé si es cierto. Supongo que sí, o no, porque tengo amigos y familia, y gente que me quiere. Pero a veces les cuesta. Y yo me pregunto, cuando vuelvo a casa, si me haría falta largarme a un barco al medio del mar —había escrito bar en errata, quizá el subconsciente— y pasar una temporada solo conmigo mismo para relajarme y sentir que en realidad necesito el bullicio y el ajetreo de los días de sol en la ciudad. El barco ese, velero bergantín, como último refugio y lugar romántico en el que tranquilizar mi alma.
Pero claro. Luego pienso en El barco, y me doy cuenta de que soy jodidamente español —el corrector de Word me cambia jodidamente por podidamente, qué políticamente correcto es el puñetero Word—, y de que, si me subo a un barco a escaparme de este mundo que a ratos me agobia, mi vida tomaría la siguiente dirección:
Probablemente sea el hijo de un tipo que hay en ese barco. Yo no lo sé, o quizá sí, porque me faltan algunos capítulos y algunos veranos. Dejemos, pues, que lo intuya. Bien. Lo intuyo. Entonces me subo como polizón —ojo, porque mi objetivo principal era escapar del mundo, y ya ha cambiado: encontrar a mi papá—, y me escondo en la bodega. Mientras me agacho, miro a puerto por una de esas ventanas redondas, con cara de conflicto interior —porque también tengo un conflicto interior, aunque no lo supiese—, y veo que suben de diez a veinte chavalas de mi edad que están todas como trenes, y van vestidas informal, pero casual, y a la vez marinero. Empiezo a sudar y es más difícil esconderme porque hay muchas cosas en la bodega. Así que me quito la camiseta. La luz limpia de la mañana entra por el ojo de buey e ilumina mis músculos, que, aceitosos por el sudor, resplandecen en la penumbra grisácea.
Ya soy un poeta, y un desarraigado joven en busca de su destino. Antes tampoco me había fijado, pero me entero de que soy también esplendorosamente guapo cuando veo mi reflejo en el agua de un barril de sardinas. Entonces me acurruco y me preparo para la partida. Como es natural, ya no quiero huir de la civilización ni aprender de la soledad y el trabajo. Lo que quiero es tirarme a todas esas tías. Que en un barco, pienso, será más fácil que en la vida ajetreada y cansina que llevaba en tierra.
Cuando estoy en cubierta, porque me han descubierto después de varios capítulos, me doy cuenta de que el mundo ha desaparecido por culpa de un acelerador de partículas. Somos sólo el barco, las quinientas churris tetudas, un par de tipos guapos —que pronto eliminaré—, mi padre, con el que intento recuperar la infancia perdida, y yo. Hala. El resto es pan comido. Todo el mundo se va liando con todo el mundo, progresivamente pero de forma sutil, y ya no tengo que eliminar a la competencia, porque con el mero hecho de esperar, me llegará el turno con cada una. Y me alegro porque lo que iba a ser un viaje solitario, duro y reflexivo, ha sido una auténtica orgía y una aventura llena de peligros que, por supuesto, he solventado sin problema alguno, ya que en realidad era un héroe y nadie me lo había dicho nunca.
Así que sí. En España somos tan idiotas que nos cargamos cualquier idea, cualquier buen argumento, basándolo en actores jóvenes de moda que se acuestan unos con otros. Y no sólo El barco. También Los protegidos. También Águila Roja. Creo que en todo este tiempo que llevo viendo series españolas, lo único bueno que he sacado ha sido Cuéntame. Pues eso, lo que empezaba diciendo: ya no está de moda comer como dios manda. Ahora lo que se lleva es un poco de todo, bonito y cool, algo que luzca en el plato y que haga de todo menos lo que debe hacer: alimentar estómagos.
5 comentarios:
Magnífico!! Jajaja me he reído muchísimo con esta entrada.
Para puntualizar dos cosas... La primera, tú madre seguramente esté más tranquila sabiendo que al menos el Word intenta - y recalco intenta, porque no lo consigue- censurarte.
La segunda, simplemente, que Couto se tiene que sentir muy alagado si sigues mezclándolo con gente como Rulfo de Paco Umbral.
PD. Terminarás tostándote bajo el sol con nosotras, tarde o tembrano, Chechu... tarde o temprano. Y será como subirte al Barco, porque todas somos unos pivonazos que flipas oiga! ;)
Lo peor de estas series de moda (no he visto ninguna, pero me fío del análisis de Chechu) son los modelos irreales que les ofrecen a los adolescentes, y así nos va. Desde niño me he preguntado siempre por qué todos los personajes femeninos están interpretados por actrices, digamos "guapas" (porque a mi sí que me funciona la censura). Incluso cuando el personaje lo necesita, a la actriz "guapa", la afean un poco.
Este artículo es un buen ejemplo de lo que es la "retranca", la ironía del gallego.
jajajajajaja....que ben te expresas neniño!!!
Es un artículo simpatiquísimo. Nunca vi esa serie pero debe ser "fashion" total!!!!
Muy buenooo!!!
Me gusta..
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