La luz ultravioleta sirve para ver el alma de las piedras. Pero no la miréis directamente, con las personas no funciona. Todavía no se ha inventado nada para las personas.
Hans, Un lugar en el mundo.
Un hombre vuelve a la tierra. El horizonte es amplio y no tiene fin, el verde se mezcla con el marrón, el cielo aplasta los matorrales; algunos árboles, lejanos, miran hacia arriba. Por la carretera que parte el mundo, que viene desde allá hacia aquí, se mueve un autobús viejo. El sol es bajo todavía. Apenas se ha estrenado la mañana. Para qué, se pregunta el hombre, por qué volver. A dónde volver. Un pueblo comienza a distinguirse a lo lejos, anclado en la falda de la montaña. Son casas de laneros. Pocas y blancas, como nieve en medio de un estruendo. El silencio es tan fuerte que aplasta los oídos allí, al sur de Río Grande. Baja el hombre del autobús detenido, ya frente a un hotel antiguo. Y luego, pedalea hacia atrás. Vuelve a su infancia. Desde un tronco gastado recuerda, y es el recuerdo lo que va buscando. El aire ya es limpio y el sol está alto.
Argentina es tan lejana y tan grande, está tan llena de vidas y de palabras, de literatura y de música, de sueños rotos, de hombres poderosos y de miseria, de picardía y de caminitos. Tiene grandes ciudades pero también tiene el bife, y las vacas pastan tranquilas en el desierto verde que es La Pampa. Los hinchas se vuelven locos por el fútbol y los niños juegan por las calles sucias. El mate, amargo, relaja los días y las noches y va dejando el poso austero de la pobreza en la boca de la gente, quizá para recordarles de dónde vienen o cómo han llegado allí, para bajarlos al mundo real de tierra y polvo que nunca olvidarán, para que la magia porteña no los engañe y no piensen mucho en lo que podrían haber sido y no son.
Reflejar la realidad de un pueblo que se ha formado a base de españoles e italianos es complicado y es doloroso, pero también es bello. Nadie puede hacerlo si no ha mamado de la teta emigrante o del bandoneón melancólico. Si no eres de allí, no comprendes. Por eso el cine argentino es tan atractivo y tan redondo, por eso sigue los entresijos de una personalidad contenida, por eso se mueve en la máscara orgullosa del que sabe lo que ocurre en realidad, y muestra realmente lo que hay debajo, que no son más que pasiones, mentiras, honradez y derrota. Sobre todo derrota.
Adolfo Aristarain es un genio. No ya como cineasta, como director o como guionista, sino como traductor, como reflejo de lo que subyace y lo que nadie más ve. Un poeta no crea, traduce la realidad. Recoge lo que hay delante de los ojos y lo que hay detrás de los ojos y lo plasma, bello, estético, sonoro, en palabras inmortales. Aristarain hace lo mismo: desgrana lo que existe, no sólo lo que se ve. Las miradas, los acentos, las lágrimas del alma, las sonrisas amargas que mienten, los sueños y las pérdidas, el carácter argentino que no deja de ser el carácter potenciado de todos los hombres porque Argentina es un hervidero de alambres; es la cima de lo visceral y de lo antiguo, de lo moderno y lo caliente, es donde más se siente y donde menos importa el resto.
Federico Luppi es actor, pero intuyo que quizá es él mismo cuando actúa. Inteligente, a veces honesto, a veces traidor, siempre implacable e incisivo, ‘como un muro, pero transparente’, como dice Ernesto al llegar al sur de Río Grande, o ‘un hijo de puta’, como dice Cecilia Roth en Martín Hache, o ‘un caballero’, en palabras de Tutti Tudela, la bibliotecaria de Lugares comunes. Un argentino, a fin de cuentas, que sabe quién es y dónde está, que es consciente de sus defectos y de sus virtudes, y es humilde a veces y egoísta otras, y capaz de darlo todo, su familia, su vida, por un puñado de laneros analfabetos. Capaz de huir a España, capaz de volver ‘porque nunca se ha ido realmente’, con ese afecto antiguo que siente por su patria, madre y a la vez puta, que llama desde lejos mientras sangra, que está irremediablemente perdida pero todavía tiene esperanza.
Los ojos de una mujer enamorada son inconfundibles, aquí o en cualquier parte, porque brillan a veces por los lados mientras miran de lejos al hombre, mientras el gesto permanece impasible pero ella sabe que se deshace por dentro, y que quizás le sigan temblando las rodillas al levantarse delante de él. Eso lo sabe Aristarain, y lo sabe también Cecilia Roth. Viendo sus películas uno no es capaz de distinguir si todo es cierto o es en realidad un sueño, dónde acaba la actriz y dónde empieza la persona. Martín Hache es la devoción absoluta, el amor desesperado y doloroso que lleva a la muerte; Un lugar en el mundo es el cariño y el respeto, el valor de los hijos, y la pasión y la verdad enterradas para siempre, en el llanto de los llantos, porque una mujer completa es generosa y se sacrifica, y todo le duele más que a nadie pero nunca se queja.
Yo nunca he estado en Argentina. Tengo familia allá, naturalmente —soy gallego—, así que conozco un poquito ese acento meloso y dulce desde cerca, esos ojos cansados de luchar pero que se encienden de vez en cuando porque en el fondo todavía hay una chispa, una pequeña luz que los guía, que los hace pasar por encima del dolor y de las cosas para seguir adelante y vivir, porque los días son cortos y las noches más todavía, y el hervidero de alambres no puede quedarse solo ante la muerte. Aunque uno se vaya, y esté en otro lugar, en otro tiempo, siempre queda la madre, con sus calles bajas y sus campos largos, su Tierra del Fuego y sus escritores geniales, su picaresca y su origen, su mezcla y su convencimiento de que la mala suerte ya no puede durar más. Lo mismo que nos ocurre a todos, en realidad, cuando sufrimos o cuando amamos, y cuando dejamos la tierra y nos vamos lejos, y nos invade la morriña y ya no queda sino avanzar, encontrar Un lugar en el mundo y quedarnos allá, viviendo de las memorias que hemos dejado atrás.
Es muy difícil comprender a un hombre. Tenemos el alma a flor de piel pero escondida, detrás de los años y de las derrotas. Sin embargo, hay películas que hacen saltar el corazón contra nosotros y nos invaden, comprendemos con ellas por qué el mundo es como es y quiénes somos y queremos ser, por qué hacemos lo que hacemos, por qué ellos, allá al sur de Río Grande, actúan como actúan y aman como aman, por qué llega un momento en la vida en que no podemos ya dejar un sitio, dónde está el hogar, quién es la patria, cómo nos sentimos al enamorarnos y mirar a los ojos a esa mujer, cercana y maravillosa, compleja, única, porque el cine de Aristarain es luz ultravioleta, y lo miras directamente y ves el alma de las personas.
2 comentarios:
¡Qué hermoso artículo! Tengo que ver la película :-)
"Un poeta no crea, traduce la realidad"
Entonces tu eres un poeta, traído a la critica para desmontar con tu particular luz ultravioleta películas como esta.
Sin duda otra grandiosa película de Aristarain... uno de los mejores dialoguistas del mundo entero, me rompo lentamente con todas sus películas.
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