Bajando del cine uno se pone a pensar cuando mira. Últimamente, este último año, me ocurre que me canso de ser hombre y me sueño dividido entre dos mundos, el que voy pisando de rostros anónimos que se cruzan y el de calles que conozco y que me habitan mágicas, perfiladas azules por un cielo de primavera azul sobre la palma de la mano. Entonces me evoco a mí mismo erguido hacia lo alto en un poema. Debería poder uno mismo contemplarse en un poema caminante.
Hay ciudades que se enroscan y hay ciudades de campanas negras, las hay que duermen para siempre un domingo, este domingo, las hay que se rascan la espalda con las olas, como la mía (¿o no es la mía ya?), las hay que se olvidan de sí mismas y se tumban a un lado del camino, las hay comprimidas, las hay derramadas a un mar de cacharros y grúas; hay ciudades de rodillas, hay ciudades nulas, las hay que dibujan el horizonte lleno de ángulos y en lo alto una gran torre con avenidas y serpientes donde Lorca dejó crecer sus cabellos negros. Hay ciudades que se miran y las hay ciegas sin ojos, laberínticas en la planicie.
Tantos hombres a pie y ahora nadie, pensé bajando del cine, tanto me gustó aquella escena de En el valle (¿vi con ella En el valle?) cuando Norton el cowboy se detiene en el semáforo y deambula entre los coches preguntando, “por qué vivís en máquinas, por qué vivís en máquinas”, hasta que la niña lo recoge suavemente por un brazo y se lo lleva de allí, al cowboy abandonado, al hombre de los caballos que se pregunta, que se envenena, que se muere, sordamente.
Yo bajando del cine a la una de la mañana sin el cielo azul pero con luces, Torres Villarroel es una bella autopista sin coches, anchurosa, oxigenada, el cielo sin estrellas de la ciudad, el viento levemente en los párpados; pienso en Miel, esa película italiana que he visto único en la sala siete, esa película de la muchacha que mata enfermos, ¿los mata? No queda nadie por la calle, recuerdo esa frase de El fulgor de África, “el apio como un duende por la casa”, el apio como un poema por la casa, deberíamos poder contemplarnos en un poema caminante.
Cuántos años han pasado ya, cuatro años han pasado y voy todos los días hasta el fin del mundo a dar clase a un niño que tiene un ojo azul y otro verde, y cuando me detengo en su portal dirijo la mirada a la lejanía porque desde allí se ve la palma de la mano donde se levanta la ciudad, se ven los horizontes amarillos, las nieblas lejanas, se ve casi el mar tan a lo lejos. Cuántos años han pasado ya, cómo pienso en el pasado caminante, deambulando entre rostros anónimos pienso que fue allí donde la vi cruzar desde mi ventana la primera vez que vino a visitarme, o pienso en el paseo largo que di con ella (otra ella) a la orilla del río, desde la primera tarde hasta el crepúsculo, ¿sacó una fotografía?, me pregunto, sacó una fotografía y la tengo guardada.
Se me escapa la conciencia caminando este último año y me doy cuenta. Se me va el corazón por las azoteas, se me empapa el corazón de tantos recuerdos y de tantos gestos (luego pienso que la vida es tan solo un gesto, que uno mismo es tan solo un gesto detenido que se observa) y tropiezo con la gente. Tropiezo al doblar la esquina con una mujer adulta, cargada de niños, tropiezo al bajar la acera en el semáforo de Villamayor, me voy por las alturas o los horizontes y dejo de ver lo que tengo delante. Camino últimamente muy metido en mis pensamientos y a veces me pregunto si no estaré haciéndome viejo, o mayor, o qué me ocurre.
Bajando del cine en la madrugada llegué a una conclusión muy bella, y decidí que en los días siguientes tenía que escribirla, tenía que escribir algo sobre esta ciudad, sobre este recuerdo que se transforma. Llegué a la conclusión de que la ciudad nuestra nos habita y de que somos igual que las piedras, de ese color tostado cuando anochece o de ese color terroso durante el día: se fueron los años y terminaron ya todas las clases, aquellas hierbas verdes de la facultad que antes pisaba y que veo ahora en otros alumnos que dejarán los campos verdes también en muy poco tiempo. Aquellos rostros que me habitaron. Aquellas copas que me bebían. Aquella noche que me perdí emborrachado, cubierto de nieve, y aparecí en el estadio Helmántico y un gitano me llevó a casa en su Mercedes, amablemente y tan sorprendido, “¿qué haces aquí, tan lejos?”, me preguntó tanto.
Ha pasado el tiempo y las primaveras y ahora se abre el mundo nuevamente en la ciudad. Otros rostros me habitan. Otros campos, las mismas piedras, la ciudad que se transforma como un poema caminante: él hablaba absorto sobre novelas mejicanas, apasionado y múltiple desde la silla, ella movía las manos como un duende por la casa, profunda y tan sabia y tan eléctrica, ella otra me hizo ver una serie de televisión magnífica. Otros me miran, otros me huyen, rostros que nacen y que me habitan de nuevo.
Salamanca, canción de amor: eres un poema caminante. Eres un gesto, un fulgor de África, una joya en una mano levantada hacia la primavera. A ti no te habita nadie: Torres Villarroel era una autopista vacía. A ti no te habita nadie: el italiano, el francés, el alemán mezclados en tus piedras. A ti no te habita nadie: tú habitas los corazones empapados. Tú te transformas iluminada, renacida, tú haces que este último año me canse de ser hombre y me haces vivir en un poema. Haces que me distraiga caminando. Me elevas a no sé dónde, me arrebatas mi hogar de olas que se rasca la espalda y te yergues mía, interna, revelada en el camino de vuelta del cine: no eres una ciudad, eres la vida. Y ahora mira, Salamanca mía, qué le has hecho escribir a un gallego.
1 comentario:
Precioso. Tus palabras caen como las piedras de Villamayor en el corazón de quienes hemos caminado por esos mismos caminos... lo aplastan y exprimen lágrimas. Maravilloso.
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