Imaginen ustedes una noche agradable en Salamanca. Aunque nunca hayan estado aquí, o ni siquiera conozcan la ciudad: cielo negro, luces de colores, algo de tráfico, nada de viento. Dos tipos caminan por la calle. Yo soy uno de ellos, y el otro es nuestro querido Blanch. Como habrán podido intuir, nos dirigimos al cine. Vamos a ver, en concreto, Los juegos del hambre. No a los Van Dyck, porque no la tienen en cartelera; vamos al Vialia, ese que está en la estación de trenes y es enorme, con sillones rojos y pantallas tan anchas que para seguir el plano-contraplano de las conversaciones hay que girar el cuello.
Una vez dentro (el camino es normal y corriente: veinte minutos a patas por la calle), las innumerables luces que parpadean me tientan a comprar mil artículos para el mejor disfrute de la tarde-noche. Al girar hacia la izquierda, donde están las taquillas, veo un cartel de Coca Cola, y pienso que quizá durante la peli me entre la sed. Puede que sea necesario —me digo— comprar una. Pero claro: soy un individuo anormalmente educado, y entonces recuerdo lo mucho que me molesta oír a alguien sorber por una pajita cuando estoy atendiendo a un diálogo especialmente sutil. Que sorban durante las explosiones y los tiros no me importa, pero claro: es en esos momentos cuando más concentrado se está en la espectacularidad de las pelis, así que el bebercio se ciñe a las escenas aburridas. Es decir, cuando hablan. Y yo, que soy un tonto del culo más, no podría hacer una excepción. Y eso por no hablar de los cuescos que provocan las bebidas con gas. Entonces, gracias a la empatía, sorteo el primer reclamo publicitario que, de haber sido yo un egoísta, hubiese penetrado en mi ovino cerebro.
Libre de burbujitas dulces, ya con las entradas en manos de Blanchi, nos dirigimos hacia las escaleras mecánicas que suben a las veinte mil salas Dolbisurraund diyital hachedé que tiene el todopoderoso y confortable Vialia. Pero durante el ascenso me asalta la segunda duda: ¿no tendré quizá un poco de hambre? Delante de mí voy viendo poco a poco esa caja de cristal donde tienen palomitas saltando, y mis pobres neuronas comienzan a agitarse igual que los granos de maíz calentitos, en sublime metáfora. Mmmm… palomitas. Además son tan blancas, con esa pinta de trocitos de nube que tienen (todo un mecanismo simbólico comienza a abrirse paso en mi mente, sin que yo me entere), y huelen tan bien, igual que el horno de mi madre cuando estoy bajo su tierna protección. Me recuerdan al fuego de una chimenea. Pienso entonces en la cocina de leña de mi abuela. El sonido de los troncos crepitando. El olorcillo de las castañas en otoño, en la Calle Real de Coruña. Cómo echo de menos a mi madre. Necesito tengo amor que me quieran hambre qué solo estoy palomitas peli seguro que fuera llueve quiero mucho a mis amigos qué buen amigo es Blanch qué buena temperatura hace en el centro comercial cómo me gusta cuando me… ¡Alto, estúpido Chechu! ¡No caigas en la tentación de comprar palomitas! ¡Valen casi tanto como la entrada! Y además no te gusta cuando las mastican a tu lado y hacen tanto ruido desagradable. No las compres. ¡Me da igual! ¡Me gusta el calorcillo y quiero a mi madre y fuera seguro que llueve! ¡Voy a comprarlas! ¡Nooooo! ¡Recuerda que no tienes Coca Cola y las palomitas dan sed! Entonces me paro, y sigo a Blanchi en su camino hacia la sala. Me libro de las palomitas por no haber comprado Coca Cola, paradójicamente.
Orgulloso de mí mismo y mi individualidad de activista antisistema (en cierto modo, no he comprado nada), penetro en la oscuridad completa de la sala de cine. No hay ningún tipo de luz, y tengo que seguir la tenue iluminación de mi pantalla de móvil, molestando a todo cristo que ya está sentado confortablemente en su butaca. Agradezco de veras cuando hay escenas de luz clara en los anuncios de antes de los tráilers, porque veo un poco más dónde hay gente sentada y dónde no, y quizá —sólo quizá— el número de fila que me toca. Después de un par de tropezones y con el sobaco totalmente empapado por el fragor de la búsqueda de mi sitio, lo encuentro. Son dos, porque voy con Blanch. Él se sienta en el que está más hacia el fondo, y a mí me toca más hacia el pasillo. Tenemos que pedir, amablemente y por favor, a los dos sujetos que están entre nuestra verticalidad de hombres cansados y nuestro butacón rojo, si nos pueden dejar pasar, a lo que no contestan. Esperamos unos segundos, repetimos la operación verbal comunicativa con mucha educación, y no pasa nada. Así que pasamos por nuestra cuenta.
Pero cuando Blanch se sienta, yo descubro que mi sitio está ocupado por un abrigo que el chico que está a mi lado ha dejado ahí. Entonces, de pie y siendo molestosamente visible para toda la sala cuando se producen las mencionadas escenas de luces claras en la publicidad, le pregunto educadamente si puede retirar su abrigo de la butaca que yo he pagado para poder sentarme a disfrutar de la peli Los juegos del hambre. Y veo cómo me mira y cómo es: lleva una camisa, tiene el pelo engominado y está más musculoso que Hulk. Me mira con desprecio. Su ropa es demasiado apretada para sus músculos. Yo me quedo de pie, esperando su respuesta. Entonces gruñe, y al gruñir, le caen por encima de la camisa dos palomitas que estaba masticando y que van a parar al suelo, junto a mis pies. Quita el abrigo y se lo echa encima a su compañero (de similares características). Yo, por fin, me siento, no sin antes pisar la palomita y sentirla pegada a la suela de mi zapato.
Empieza la peli y no puedo oír nada porque el sujeto de mi derecha está masticando a mandíbula batiente. Tampoco se corta al cogerlas: agarra grandes puñados que se lleva a la boca de forma primitiva. Será —pienso— que se ha tomado el título de la peli al pie de la letra, ya que ni de coña a él le va a pasar lo mismo que a la protagonista. Cuando van cinco minutos y sólo me he enterado del apartado meramente visual de la historia, ya que el auditivo ha sido colonizado por el individuo masticador, intento calmarme: tranqui, Chechu. Al menos huele a colonia y no a choto. Podría ser peor. Pero en ese instante, justo cuando pude oír una palabra que dijo un actor secundario porque el sujeto hambriento había dejado un segundo su actividad, escucho otra cosa: un sonoro eructo. Y después, olfateo: el individuo ha merendando una buena salchicha con mostaza.
Entonces hago memoria, y recuerdo que una vez, en Los Rosales (A Coruña), me encontré en el cine con una familia que se había llevado platos con una especie de estofado. Así que me calmo un poco: podría ser peor. Pero luego el jodido individuo se tira otro eructo, esta vez silencioso pero olorosísimo, y ya su actividad pasa a ser constante: puñado de palomitas, mandíbula batiendo, eructo de salchicha y mostaza, puñado de palomitas (alguna que se cae sobre mí), dientes chirriando, eructo de salchichaza. Y claro. Aprieto fuerte los puños y me digo a mí mismo que soy idiota, y que la próxima vez que vaya al cine voy a comprar Coca Cola y palomitas y nachos con queso y callos y morcilla para ponerme hasta arriba. Y luego me voy a levantar en mitad de la peli, me voy a subir al respaldo de las butacas, y voy a vomitar sobre todos los gilipollas que van cada día al cine conmigo, como una fuente, riéndome a carcajadas mientras huelo el airecillo de las putas salchichas esparcidas por el suelo.
2 comentarios:
¡¡Mágica tarde de cine!! jajajaja...
Siempre disfruto de ir al cine y de ver diversas películas. Tambien a veces opto por pedir comidas a domicilio y quedarme en casa viendo distintas películas que alquilo en una gran noche casera
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