29/11/12

El rincón de Chechu: Maldito Cervantes

¡Ay! Yo quería escribir sobre algo diferente a las salchichas esta semana. Dado que la anterior estuvo aquí de visita nuestro conocido Blanch, y que rememoramos viejos tiempos Vandyckeros (su reseña de El ladrón de palabras, resultado: yo no haré comentario alguno, mi opinión sobre ella es justo la contraria de la suya), y viejos tiempos bebercieros y demás conmemoraciones, no salió publicado mi correspondiente artículo, y llevaba dándole vueltas al coco un par de días sobre algo que tuviese que ver con El último tango en París o El sol del membrillo. Pero para membrillos, los que se cruza uno todos los días. Y el miércoles pasado, en la puerta de la Facultad de Filología de Salamanca, no pudo ser una excepción.

Plaza Anaya

Lo primero sería analizar las conversaciones que tiene la gente cuando fuma. La pausa de clase, la puerta helada, los abrigos y los gestos de frío. Lugares idóneos para hacer amigüitos nuevos o para desatarse con los que ya se tiene, no sé por qué. Si las copas o las cenas comunes sirven para revelar definitivamente lo idiotas que somos todos por dentro (me incluyo sin reservas, no me acribillen), los pitillos a la puerta de la facultad constituyen una antesala del buen rollo y la expresión de sentimientos, vidas pasadas, experiencias o familiares que a nadie importan un carajo, pero que todo el mundo traga porque parece norma común. Luego, en la noche concreta, viene ya el desparrame (e incluso el deseo sexual reprimido, según de qué individuos/as se trate y qué taras psicológicas tenga cada uno). Recuerdo la primera vez que salí de fiesta con mis compañeros de Comunicación Audiovisual: aquellos dos que apenas se conocían de un pitillo, devorándose en salvajes morreos salivales a dos palmos de mi propia cara.

Cervantes

Pues el miércoles pasado escuché, mientras fumaba sentado en las escaleras de piedra, una conversación de esas cómplices y gamberretas que se tienen after class. De literatura va el tema, por aquello de que éste es un blog temático, y porque de literatura hablaban ellos, y porque, ya en última característica definitiva, los tres estudiaban literatura. Es decir, no son un personaje cualquiera de la vida cotidiana. Son, exactamente, universitarios que estudian Filología Hispánica. Reproduzco fielmente sus palabras, y juzguen por ustedes mismos:

—¡Joooooder, tío!

(Risas de ambos. Lían cada uno un cigarrillo mientras suspiran con incomodidad.)

—Ya. Menudo coñazo.

—¿Sabes de qué me estoy acordando ahora?

—De qué.

—Pues de una cosa que dijo un tío de mi clase en primero de bachiller.

(Antes de continuar espera un momento, llevándose el cigarro a la boca con gesto casual y roquero. Lo enciende. Aparta el mechero de golpe. Mira al cielo y suelta el humo haciendo ruido con la boca.)

—Preguntaron en clase quién era Cervantes. Y uno, que era el más colgao, levantó la mano y dijo: Cervantes era un hijoputa.

(El otro empieza a reírse a mandíbula batiente. Tose mientras ríe.)

—¿Cómo que un hijo de puta?, dice la profe, y dice él, Sí, porque escribió este pedazo ladrillo y por su culpa ahora yo lo tengo que leer y hacer un trabajo.

(En ese momento se incorpora un tercero a la conversación. Risas de los tres.)

—Ya tío, es que El Quijote… a mí me mandaron leer Niebla, que por lo menos es cortito.

—¡Ah, sí! A mí también. ¿De quién era ése?

—Pues yo creo que de Unamuno.

—Qué va tío. Unamuno no escribió eso. Unamuno era el de las nivolas. Del teatro, vamos.

—Ah, tienes razón. Pues debió ser otro.

(Cambio de tema en la conversación. Los tres fuman, espléndidos).

—Venga, el peor coñazo de todos es el de la soledad.

—¿Soledades?

—Pero eso es poesía, ¿no?

—No hombre. Es una novela de Gabriel García Márquez.

—¡Ah! Cien años de soledad o algo así. Es verdad. Me confundí con otro.

—En el que salen todos los mil hijos de Buendía.

—Sí, ése, ése. Leerlo me llevó la hostia porque tenía que estar todo el tiempo volviendo atrás, porque no me enteraba de quién era quién. ¿El padre? ¿El abuelo? ¿El nieto? ¡Su puta madre! Además es largo de cojones.

—Joder si es largo.

—Lo dicho. Menudo coñazo de trabajo.

—Ya te digo macho.

Pa’ qué.

—Maldito Cervantes.

Ahí están, estos jóvenes filólogos. Abriéndose paso dificultosamente en el injusto mundo en que vivimos, que nos priva de oportunidades, felicidad, derechos y amor al prójimo, que nos subyuga con una losa invisible de alienación capitalista que es preciso derrotar con la cultura por bandera, con humildad, con cócteles molotov, con títulos de licenciado y graduado en la mochila que valen exactamente lo mismo que las mierdas que caga mi tortuga cuando le doy de comer salchichas.

5 comentarios:

David dijo...

Su puta madre. Al menos en audiovisual hacíamos como que nos interesaba.

Anónimo dijo...

Vale primoooo!!!

Rubisco dijo...

Todos llevamos un intelectual dentro. Por alguna u otra extraña razón siempre damos paso a otra faceta de nuestra personalidad, pero la parte intelectual intenta abrirse paso dando codazos de sabiduría al resto de intereses. Quizá por eso se lleve tan mal con el resto de facetas.

Ana Picos dijo...

Como licenciada en Hispánicas y amante de la literatura, me parece soberanamente triste que tres mentes preclaras desperdicien su tiempo en Salamanca, cuando podrían ocupar un estupendo sillón en "La Real Academia": como bien deben saber estos aplicados estudiantes universitarios, los sillones de la RAE están designados con cada una de las letras del abecedario, es por ello que los propongo para ocupar los siguientes: B de burros, I de ignorantes y P de pena, porque me da mucha pena que en nuestras universidades haya ejemplares de este tipo, estudiantes que no tienen ni idea de nada, absolutamente de nada...y lo peor es que estos muchachos son el futuro!!

Cristina Riveira dijo...

Lo peor es que esos y muchos más muchachos estudian carreras, acaban y luego algunos incluso nos gobiernan o son nuestros jefes...eso sí es para llorar.