El cerebro de Woody Allen no cabe en una sala de cine.
David V. Couto.
Casi siempre hay un momento en la vida de los genios que rompe con toda su trayectoria anterior, y de pronto el cambio radical en su discurso lleva al espectador a plantearse cómo es posible que se haya vuelto tan diferente, que haya dejado de lado sus señas de identidad, y que traicione así, por la espalda y sin avisar, a todos sus fieles seguidores —y hasta a sí mismo— para dar ese giro inesperado. El público, generalmente, se queda perplejo, y ante la falta de visión ágil y de perspectiva, pone el grito en el cielo o califica de mierda la nueva obra del artista antes idolatrado.
A Roma con amor es, a simple vista, una mediocridad que puede revelar falta de chispa y agotamiento en Woody Allen, el definitivo síntoma de que el genio neoyorkino está demasiado mayor, demasiado viciado y falto de ideas como para seguir produciendo las obras a las que nos ha acostumbrado desde hace cuarenta años. Él mismo vuelve a la pantalla, con pelo blanco y sus características hipocondría, falta de inteligencia emocional, asocialidad y cinismo; y se revela, esta vez, como una caricatura barata de lo que eran aquellos personajes tan bien perfilados de sus grandes películas. Bromas que ya no hacen gracia, chistes repetitivos y caídas en tópicos, abuso del lenguaje gestual, del tartamudeo, y unos pantalones grandes que ya no le sientan tan bien como en Misterioso asesinato en Manhattan.
Por otra parte, está el resto de la película, que ya nos viene sonando desde Vicky Cristina Barcelona: gran capital europea y planos de postal turística, con nombre de la ciudad incluido en el mismo título. Yo no sé nada acerca de las obligaciones que Allen pueda tener a la hora de escribir por parte de las productoras. De eso puede hablar mucho más mi compañero Blanch. Pero lo que sí me puedo imaginar es que ante tamaña estupidez contemporánea, en tiempos donde la industria cultural todo lo mueve y no es más que parte fundamental de los sistemas capitalistas occidentales, a Woody Allen puede empezar a darle un poquito de dentera rodar historias de la insulsa vida del siglo XXI.
Las diferentes historias son extrañas, algunas pesadas, y otras simplemente ridículas en su planteamiento y desarrollo, y dan la impresión de haber sido escritas en dos días. Chica —turista americana, ya me dirán— conoce a chico —apuesto y socialista italiano, también me dirán— en un santiamén, se enamoran en tres días y se van a casar. Típico italiano de clase media (Benigni) se convierte en un personaje famoso de la noche a la mañana. Alec Baldwin, arquitecto de fama mundial, se pierde en un barrio y entabla amistad con Jesse Eisenberg, el chico del Facebook, que estudia arquitectura, y que, a su vez, recibe la visita de una amiga pseudointelectual de su novia que le trastoca los planes. Por otra parte, hay una parejita de paletos venidos a Roma desde un pueblo para trabajar, en la que se mete por medio, de un lado, la prostituta espectacular Penélope Cruz, y de otro un actor famoso y un ladronzuelo. Bien. Todo bien mezclado y agitado, sin nexos de unió y cargado de chistes obvios y giros que se sostienen con hilillos. El Woody Allen menos fresco. Una comedia inusitadamente mala para su nivel.
Pero, ¿qué pasa con la sensación constante de que algo subyace? No sé si habrán tenido la misma sospecha. Tras ir pensando en la película en el camino de vuelta a casa, hablé con mi amigo David Couto, y le dije: “Tío, creo que este tipo se está riendo de todo el mundo y acaba de hacer una película mala a propósito. Aunque no estoy del todo seguro”. Él me miró, sonriendo. Y dijo: “Si tú te has dado cuenta de eso, ten claro que él también. El cerebro de Woody Allen no cabe en una sala de cine”. Así que dediqué la noche y este par de días a repasar las situaciones.
Lo normal sería pensar que el “Woody Allen” de la peli es él mismo, es decir, el padre de la turista americana que viaja a Italia a conocer a sus futuros consuegros. Hipocondríaco, ex director de óperas “vanguardistas” —“Hice Rigoletto con los actores vestidos de ratas”, comenta—, asocial y extrañamente idiota, no cuaja. Sin embargo, el que sí se ajusta a las ideas del propio director es Alec Baldwin, arquitecto que se le aparece a Eisenberg para aconsejarle sobre la chica que está conociendo. Un hombre con experiencia y cultura, que sabe mucho de la vida, y que desnuda las carencias de esa mujer pseudointelectual y superficial que con sus tretas —“No ves, se sabe un verso de cada poeta, lo justo para impresionar a los hombres”— va conquistando al pobre chaval.
Luego está Benigni, ese contrapunto pesado y aparentemente crítico con la fama, que reviste la historia de un cansino tono lento y repetitivo. La pareja de paletos está tan tópicamente caracterizada que da vergüenza verlos, y pensar cómo la dirección de vestuario pudo caer en una banalidad tan grande. La puta Penélope, con ese vestido de explosión y esos modales chabacanos, es quizá lo más honesto de la película —la reunión con la alta sociedad, por ejemplo—, aunque también está construida a base de tópicos y frivolidades: “Mis padres eran delincuentes y yo estaba deseando irme de casa”. La relación entre la chica americana y el novio, y los respectivos suegros de ambos, se torna como el choque absoluto entre supuestas “culturas” diferentes, llevado al absurdo más ridículo con todo el tema de la ópera.
Y claro. ¿Realmente alguien puede pensar que Allen escribiría una historia así, siendo quien es? A lo largo de todo el metraje va dejando pistas que dicen continuamente al espectador: “Cuidado, esto es mediocre, pero lo he hecho a propósito porque no quiero hacer otra película sobre una ciudad, sobre unos personajes tan faltos de verosimilitud como los que estoy planteando”. Todo es una farsa, un ejercicio de dar la vuelta a lo que hace para demostrar que el arte está cayendo en picado hacia ninguna parte, y quizá la sociedad también. La conversación de Benigni con sus amigos a la salida del cine, las frases de Baldwin, la historia de la mujer que viene del pueblo y se va con el actor, el tema de la ducha, el guardia de seguridad que al principio todo lo sabe sobre Roma, el último hombre en la ventana, la aparente crítica a la fama, el paralelismo entre las ruinas romanas y la ciudad actual, las ansias de casarse en una bella plaza de la pareja América-Italia, la ridícula “mujer fatal”, la extrema putez de la puta (¿dónde está Poderosa Afrodita?), la exagerada inocencia del pueblerino, etcétera, etcétera, tópicos y más tópicos, situaciones y personajes mal dibujados, al más puro estilo siglo XXI.
La dolce vita, en fin, de nuestra época. Woody Allen, cuando evolucionó del cine hecho a base de gags, sufrió un fuerte aluvión de insultos y descontentos (como expresó en Stardust Memories) que lo criticaban por no hacer más comedias. Ahora lleva un tiempo haciendo cine ligero, pero bien formado. Pero está cansado, y ha decidido ridiculizarlo todo. Ha hecho, en definitiva, La dolce vita actual. Y ésta tenía que ser banal, frívola, inconexa, llena de contradicciones y de refritos, porque precisamente los errores de nuestro tiempo son esos, tanto en la vida como en el cine. Y ha tenido el valor y la inteligencia de hacerlo. Estamos ante un nuevo giro, una nueva expresión artística. Otra vuelta de tuerca. Como dice al final el arquitecto Alec Baldwin: “Sí, me he vendido. En los centros comerciales es donde está el dinero. Quizá fue un error”. Bienvenidos todos al centro comercial de nuestro tiempo: Roma. Y además, con amor.
3 comentarios:
Yo soy de los de la opinión de que una película de Woody Allen por muy floja que sea siempre tendrá alguna línea de diálogo, reflexión personaje, situación, etcétera, que la convierte en algo muy valioso, y A Roma con amor no es una excepción, tiene muchas cosas positivas.
Ahora bien, más que decir que la ha hecho "mala" a propósito yo diría que la ha dirigido con el piloto automático. Algo que con el señor Woody Allen tampoco se puede interpretar como algo malo, a lo primero que he dicho me refiero.
Me ha gustado tu análisis, sigues siendo impredecible respecto a tus valoraciones.
Saludos!
Vaya, qué interesante la crítica, qué ganas de ver la película me ha quedado. A ver si opino igual que tú cuando la haya visto.
Una cosa es cierta: Woody siempre será Woody.
Un saludo!
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