—Me desprecias, ¿verdad?
—Si llegara a pensar en ti, probablemente.
Humphrey Bogart a Peter Lorre, Casablanca.
Dónde quedaron los tiempos en que un cigarrillo, dos ojeras grandes, gesto serio y mucho silencio eran suficientes para demostrar qué clase de hombre se era. Nada de cortes de pelo, de últimas modas, nada de poses forzadas o de ser simpático. Cuando las arrugas llegan y se asientan dan fuerza y poder al rostro, lo sujetan al mundo porque dicen que uno viene de lejos, que ha vivido ya y que merece ser respetado. Cuando la voz se vuelve ronca por los años y el humo, por el alcohol, por todas las palabras que se han dicho y por el cansancio, suena más profunda y hace vibrar el aire. Y cuando un hombre sabe quién es, recuerda lo que ha sido y es consciente de que algún día tendrá que morir igual que muere un perro, cuando sabe que todo importa una mierda y lo que menos importa es él, entonces es un hombre verdadero y puede mirar a los ojos a los demás.
Humphrey Bogart era de esa clase. Y no me refiero a él como actor, sino como personaje global. Evidentemente la persona es una cosa y los papeles que se interpretan otra muy distinta; pero en el Hollywood del Star System, en los años cuarenta y cincuenta, Bogart era para el mundo lo que la pantalla decía que fuese. Y ese ideal, esa imagen proyectada no venía de la nada: venía de una forma de pensar, de una manera de mirar la vida. Del modo de ser y sentir que predominaba aquellos años.
Pero piensen bien. Recuerden. No era guapo. No era alto. Tampoco tenía grandes músculos. Se peinaba hacia atrás, y la frente mostraba el paso del tiempo en sus entradas, en las arrugas. Los ojos eran pequeños, con bolsas debajo de ellos, quizá signo de no dormir bien, quizá herencia genética. La nariz, grande y alargada. Sin embargo, Katherine Hephburn tembló en sus brazos bajo el cielo nublado de Marruecos, y Lauren Bacall —imponente, seria, mujer de verdad— cayó a sus pies en El sueño eterno, rezó por que silbase en Tener o no tener, y se casó con él en la vida real.
Sin embargo, no sólo ellas lo admiraron. Millones de mujeres tenían esa sensación, allá desde el fondo de los cines, acurrucadas en los hombros de sus maridos, soñando con lejanas islas en guerra o con ciudades sombrías llenas de crímenes, pensando contentas en lo mucho que se parecía Bogart al padre de sus hijos o imaginando, llenas de tristeza y resignación, que quizá el haber nacido en otro lugar les hubiese dado la suerte de encontrar un hombre así. El detective Sam Spade en El halcón maltés, el rudo capitán de barco de La reina de África, el cínico Rick de Casablanca. Hasta Woody Allen quiso ser como él en Sueños de un seductor, y lo devolvió a la vida para que lo ayudase, no ya a conquistar a una mujer, sino a nutrirse de esa atracción invisible, tan poderosa como anacrónica, que desprendía en cada plano.
Y ahora piensen de nuevo, pero esta vez en actores actuales, en sex symbols de hoy, de portada de revista y cajita de perfume. No voy a dar ningún nombre. Simplemente imaginen, busquen, comprendan. Todos son guapos, todos son fuertes y altos, o fingen serlo con ridículos tacones, todos tienen la cara llena de maquillaje, se peinan durante horas, y cuando envejecen pasan por el doctor, ‘oiga doctor’, dicen, ‘quiero parecer más joven’. Van al gimnasio, hacen músculos, comen de puta madre para poder lucir abdominales en el último anuncio de Calvin Klein, o de Hugo Boss, con camisas de diseño medio abiertas, tumbados en un sofá, también de diseño, que resalta el brillo de su piel suave y depilada. Se dejan un poco de barba, descuidada pero perfectamente calculada para dar imagen casual, espontánea, de chico que no se arregla pero que está jodidamente guapo todo el día. Gastan millones en productos de estética y, cuando todo eso no funciona, o cuando funciona y quieren ser más artificiales y perfectos todavía, retocan sus fotos en el ordenador. Venden una imagen, una forma de ser, de entender y afrontar la vida, en la que todo importa y sobre todo ellos importan, en la que no existe la muerte porque sus arrugas se han estirado por arte de magia, en la que pensar en que un día quizá les pongan pañales y no puedan ducharse ellos mismos no entra en sus planes. Se casan y se divorcian mil veces, porque el amor es evidentemente eso, la apariencia, y cuando se cansan de sus mujeres y aparece una modelo, otra actriz, una puta de lujo más cachonda que ellas, venden a su madre por un polvo y por ganarle un poco más de tiempo al tiempo. Casi ninguno fuma, pero los que lo hacen es por la pose. Les da un aire —creen— más rebelde y auténtico. Más parecido, digámoslo así, al viejo y poderoso Humphrey.
Pero claro. Somos víctimas de la sociedad, y de la forma en que van transcurriendo los días. A veces me imagino —y lloro de risa— a un guaperas contemporáneo en el bar de Rick. Cargado de pasta y de trajes de Armani. De chicas analfabetas y esculturales. Me imagino la forma en que pediría entrar en la zona VIP, o la suficiencia con la que pagaría las copas, o se olvidaría de pagarlas. Y me imagino al viejo Rick, perro de perros y hombre de hombres, diciéndole, con la educación que el guaperas no tendría, ‘disculpe, caballero, creo que se ha equivocado de bar’. O no diciéndole nada pero mirándolo fijamente, fumando despacio, y dándose después la vuelta mientras hace un gesto al portero. Y comparo a Katherine Hephburn o a Lauren Bacall con los pechos operados de las gilipollas de vestido rojo que llevaría el guapo, y en fin, qué quieren que les diga.
Humphrey Bogart fue uno de los grandes, perteneció a una estirpe que se ha ido extinguiendo, a esa clase de actores de verdad —Stewart, Newman, Brando, Cooper—, enteros, honestos, llenos de contradicciones pero claros, llenos dolor y de nostalgia, capaces de amar una mirada o una forma de caminar, de darlo todo, hasta su propia felicidad, por la seguridad y el futuro de una mujer. De fumar despacio y analizar los gestos, de guardar silencio por norma general, de ser ellos mismos y saber que un día, quizá no muy lejano, pueden morir y todo acabará, y nada importará entonces salvo su recuerdo.
Y es que no está de moda ser feo. Ya que la personalidad no importa, ni importa la presencia, el honor, la mirada, la experiencia, lo que se tiene, en fin, dentro del coco, sólo nos queda bajar a la calle, cruzar la acera y preguntar a nuestra peluquera habitual —porque debemos tener una— qué consejos nos da para parecer más desenfadados este invierno, qué color de pelo nos irá mejor con la chaqueta de cuero, cómo tenemos que coger el cigarrillo para resultar soberanamente atractivos a las estúpidas que nos encontramos por la noche, o qué clase de pantalones pitillo se llevan, y con qué gafas modernas —redondas, cuadradas, hay para elegir— nos darían un aspecto más intelectual, y hasta qué deje de chico malo y atormentado debemos poner en la voz para que las chiquillas monas flipen cuando nos oigan decir alguna gilipollez. Y así hasta que seamos viejos, y nos operemos todos las caras y seamos todos más lisos que la seda, y vayamos al gimnasio para lucir bíceps a través del jersey, y tableta de chocolate en la playa. Pero bueno. Al menos a algunos —los feos, los viejos, los enclenques, a Humphrey Bogart desde la tumba y quizá a Viggo Mortensen, último soldado— nos quedará Sabina cantando al oído su antigua canción: Incluso en un gimnasio me inscribí / pero no me curaron / oiga doctor / todos los miembros me hincharon / menos el viril.
2 comentarios:
Dicen que la ignorancia es intrepida. Y no dejo de pensar en lo intrepidos que son todos esos a los que te refieres... y deben serlo, porque al contrario que Humphrey Bogart, ellos no tiene el carácter, ni de lejos, para afrontar con honor la muerte, que está ahí detrás, más lejos o más cerca, pero detrás de sus talones. Por eso no aceptan sus arrugas, ni sus entradas, ni el estilo propio de sus pasos.
Por desgracia todos estamos un poco sumidos en eso hoy día, y por desgracia tampoco hay que olvidar que las modas siempre han estado... ahora y en el momento de Humphrey. Pero lo maravilloso del tiempo es que siempre ilumina la realidad, cosa por cierto, que no deben valorar los nuevos Calvin Clane de la compostura.
Soy tan..."intrepida" que escribo intrépida como me da la gana...
Ven, lo que les decía.
Publicar un comentario