Vemos la vida avanzar como quien mira un escaparate, y no nos damos cuenta de lo que sucede alrededor. Nuestra mirada es azarosa, errática, se clava en las cosas más banales y se dirige hacia los carteles más llamativos, dejando fuera todo lo demás que está ahí pero no se ve, todas las ambiciones y todas las ideas, y todas las morales y objetivos a los que el hombre debería tender. No sé si será por el inevitable transcurrir del tiempo, por la inercia que llevamos todos juntos desde hace tanto hacia ningún sitio, o por nuestra propia degradación como sociedad o como especie. El camino mal entendido hacia el progreso y el bienestar es demasiado rápido y demasiado cómodo. Las vidas, las mentes, los corazones se atrofian y se dejan ir. El ruido, los cristales, las oficinas. Velocidad, vorágine, descontrol.
No puedo pensar con claridad. Después de un fin de semana negro, azul y negro, en el que he llorado tanto por mi Dépor, después del examen de esta mañana y antes del que tendré mañana también, me doy un respiro donde mejor estoy. En mi casa, en mi cuarto, sentado en la silla acolchada desde la que les hablo cada semana, mirando las letras que nacen espontáneas en la pantalla, presionando con rapidez las teclas que me permiten plasmar lo que siento y que me rescatan y me guardan para siempre. La palabra escrita, gracias a dios, todo lo sobrevive. Así que hoy, en esta pausa de la rutina, voy a hablarles precisamente de lo que nos envuelve estos días. De todos esos escaparates y de todo ese maquillaje, de las caras, de las muecas, de los gestos de victoria y de la desoladora huella de la derrota. Hoy, cansado y atropellado por dos días grises, escribo sobre cine político.
En primer lugar les diré que la venganza no es un plato que se sirva frío, y todo aquel que haya visto V de Vendetta lo sabe. V, el misterioso terrorista, vive escondido en las cloacas de una ciudad, Londres, convertida en capital de un estado totalitario y derechista, dominador de Inglaterra en un futuro hipotético (¿?). Lleva máscara y capa, toda una alegoría al hombre común de estos tiempos: anónimo, silencioso. Su misión es destrozar el gobierno, pero no sólo eso: su objetivo es reventar un sistema que asfixia a los ciudadanos y los dirige exactamente hacia donde quiere que estén, gracias al control absoluto de los medios de comunicación y a la concentración de poderes.
¿Les suena de algo? El hecho de que se trate de una película y la veamos con la inevitable lejanía que imprime una pantalla de cine no consigue deshacer los paralelismos, los rasgos inequívocos que la desenmascaran como una crítica voraz y absolutamente genial de los propios sistemas en los que nos encontramos ahora. ¿Democracia? En absoluto. El oleaje que deslavaza nuestra sociedad está disfrazado de participación, de libertad de opinión y expresión, de cordialidad, pero nada más lejos de la realidad: nos encontramos sumergidos en una férrea partitocracia, en el control total de la sociedad por parte de los partidos políticos, que se sirven de los medios y de la falsa separación de poderes para ello. ¿Quiénes son nuestros políticos? No son, desde luego, brillantes, y no son tampoco honrados. Son gente común que un día fue joven y que se afilió a ciertas juventudes organizadas, son paisanos mediocres que estudiaron alguna carrera -logro nada dificultoso, por cierto- y que fueron trepando poco a poco, como víboras que se devoran, hacia las altas esferas. ¿Quién exige qué a un presidente del gobierno? Parece mentira que necesitemos títulos para conducir un coche y no para llevar un país. Qué diría Montesquieu si comprobase que el control legislativo, ejecutivo y judicial están copados por el mismo grupo. La Constitución de 1978 ha ido pudriéndose y alargándose, viéndose modificada por leyes como la de 1985, histórica en estos momentos por dar a los partidos la posibilidad de meter mano en el Tribunal Supremo, gracias al nombramiento de magistrados. Y así nos va.
Pero vámonos a otro filme en el que se comprueba cómo pueden funcionar las cosas bien. Éste está basado en hechos reales, ambientado en el San Francisco de los años 70 y narra la historia de un homosexual -Sean Penn- que aspira a representar a su distrito en el ayuntamiento de la ciudad. Mi nombre es Harvey Milk, comienza diciendo en sus discursos. La actuación de Penn es buena, aunque personalmente no me la creí demasiado: demasiado forzada su feminidad, aunque en ningún momento deje de ser creíble. En ese aspecto me decanto sin dudarlo por James Franco, pésimo actor que no me interesa pero que en esa cinta demuestra cómo es un hombre gay del montón, sin estridencias ni tópicos, sin caídas de ojos ni movimientos exagerados de mano. Por otra parte, el guion falla y muestra unos hechos que podrían haber sido dotados de mucho más peso y emoción si se hubiese ahondado en los personajes más que en su efecto social. Pero no es ahí a donde quiero llegar: yo quiero resaltar el funcionamiento impecable de un sistema de elección personal, de un sistema de voto y representación por pequeños distritos y de un mecanismo que permite la libertad de expresión y de gobierno. Aquí nos entumecemos en las manos de un engranaje electoral bipolar y masificado, donde no se elige sino que se señala, donde no se participa sino que se legitima a la fuerza, donde la tan útil y demagoga palabra "consenso" se iza como una bandera vacía. Donde la participación y el destino se dejan en mano de imbéciles que tuvieron la suerte o la mala sangre de llegar hasta donde están.
Las uvas de la ira expresa las consecuencias que pueden venir, pero las expresa en la gran depresión estadounidense de hace ochenta años. La historia nos lleva, de la mano de un inconmensurable Henry Fonda, a un paseo desolador y sucio por las miserables vidas de los obreros y campesinos de la América posterior al crack. Campos de cultivo sobrepoblados de hombres, casas deshechas y abandonadas, gente hacinada en campamentos improvisados, niños llorando de hambre, mujeres llorando de pena, hombres llorando de rabia, ancianos llorando de dolor. Y sin nada que hacer, ningún lugar al que acudir. Y lo más importante, ningún gobernante rico y despreocupado al que pedir explicaciones. Las personas sufriendo en sus carnes las consecuencias brutales del más salvaje capitalismo, que ya avisaba en sus inicios del cáncer que esconde en su interior. ¿Llegaremos a esa situación de nuevo? ¿Tendremos que vagar por los puertos gallegos, por los campos castellanos, por los olivares andaluces, en busca de un mísero duro que llevarnos al bolsillo?
Yo espero que no, aunque hoy esté desolado. La derecha ha ido estallando en traca por todo el territorio español. Ante la crisis económica, potenciar el consumo. Ante el desempleo, la banca. Ante la duda y el miedo, el libre mercado. Ahora las audiencias no son más que consumidores potenciales, las caras no son más que votos, los periódicos no son más que panfletos, los políticos no son más que mediocres listillos con poder. A qué punto hemos llegado. A dónde vamos a ir a parar. El capitalismo ladra de nuevo potente, feroz, salvador. Antes decía que miramos la vida como un escaparate. Espero que llegue el día en que sin querer alguien se vea a sí mismo reflejado en el cristal y distinga su pelo, su mirada vacía, su piel y sus manos de hombre, y dé la vuelta y salga corriendo y no vuelva nunca más.
2 comentarios:
Una entrada con muchas influencias de la época de examenes que vivimos... las masas anónimas se levantan!!!
No sé como decirlo sin parecer soberbio y sin ofender: en España falta mucha conciencia ciudadana y existe una gran mayoría muy preparada que está en silencio y a "verlas venir". Ya va siendo hora de que las nuevas generaciones (las más preparadas de la historia)tomen las riendas de su propio destino. Lo que a mi personalmente más me duele es que nuestro país no sea capaz de brindarles a sus ciudadanos todos los medios posibles para que lleguen lo más lejos que puedan y se desarrollen plenamente como individuos.
Por cierto, yo (ingenuo) sigo creyendo en las utopías. ¡Despertad!
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