Hace ya tiempo que fueron los Goya, la gran ceremonia del cine español. Como todos los cinéfilos la aguanté, a pesar de su eterna duración y la poco acertada presentación de Buenafuente, con esos chistes ridículos y esa tónica general plagada de olor a refrito, de repetición constante, de poca frescura. Esa semana Blanch me sugirió que escribiese algo sobre mi gran decepción, ya que esperaba que ocurriesen ciertas cosas que no ocurrieron y que se premiase cierto cine que se ninguneó. Sin embargo, como él sabe, no quise meterme en el terreno fangoso de mi cabreo tan pronto, no quise dejarme llevar por el genio y por la insatisfacción de una forma que quizá hubiese lastrado el texto y seguro me hubiese dejado en evidencia delante de ustedes, porque ya se sabe que la razón -o simplemente el derecho de que lo escuchen a uno- se pierde al levantar demasiado la voz. Y ahora, como han pasado casi dos meses y me he olvidado del hastío y de la desesperanza, decido escribir sobre ello para quitarme esa espina que todavía molesta un poco, gracias a que tengo, en esta página maravillosa, la posibilidad de verter todo aquello que se me pasa por la cabeza, todas las opiniones y emociones que me provoca este séptimo arte que tanto amamos. Así que este martes apresurado, tengan ustedes la bondad, voy a desahogarme.
Me gusta el cine de Icíar Bollaín. No he visto toda su obra, pero siento que por lo pronto es suficiente con lo que conozco para tenerla en buena, muy buena consideración. Está quizás en ese selecto grupo de los cinco mejores realizadores de España, junto con Alejandro Amenábar, auténtico genio -algún día les hablaré de Ágora, su mejor película-; Pedro Almodóvar, del que no hace falta decir nada en absoluto; Fernando León, adalid de obreros y de putas, de enfermos, de chicos perdidos, de personas, en fin, con la desgracia constante de haber nacido y de vivir en este maldito país; y Benito Zambrano, autor de la sencilla y soberbia obra de arte que es Solas.
Bollaín se mete en el grupo con Te doy mis ojos como bandera, siendo la única directora que ha sido capaz de rodar el miedo en estado puro. Ayudada por un desgarrador Luis Tosar, supo concebir un guion certero, punzante, supo llegar al corazón de los problemas y de los personajes que creó, y supo en definitiva cómo retratar, desde todos los puntos de vista, el grave conflicto del maltrato. Esas secuencias que no conseguimos quitarnos de la cabeza: el balcón, el libro de arte, la conversación junto al río, la cama. Esos ojos iracundos a veces y a veces tiernos del marido, ese niño que todo lo sufre sin darse apenas cuenta, esa hermana entregada. Te doy mis ojos no cae en la sensiblería ni cae tampoco en la lágrima fácil: es real, como los golpes, como el llanto y como los gritos de tantas personas que sufren.
Después vino Mataharis, película que me encandiló a su manera aun a sabiendas de que su autora comenzaba a correr el riesgo de ser etiquetada, de meterse quizás en cierto terreno para no volver: el universo femenino. Mucho más ligera que Te doy mis ojos, la cámara se metía esta vez en las vidas rutinarias y normales de varias mujeres con un denominador común, su trabajo como detectives, lo que hizo de la cinta un fresco original y realista en el que se movían Najwa Nimri, Nuria González y María Vázquez componiendo unos personajes bien diseñados, sin estridencias, aunque también poco arriesgados y ligeramente tópicos en algunas ocasiones. De todas formas la sensación que a uno se le queda tras verla es buena e incluso reconfortante, pero triste al mismo tiempo. Esa extraña y complicadísima dualidad de la vida que tan difícil es conseguir en el cine.
Así, conociendo sólo estos dos filmes pero con una idea muy positiva de la autora, llegué este invierno a También la lluvia. La sala estaba llena, cosa extraña en estos tiempos y más aún en una película española, así que pensé: “Buena señal.” Y, aunque era con diferencia la persona más joven de todos los que estaban allí, no me equivocaba.
Se abrió ante mí una historia poderosa, muy visual y con unas tonalidades perfectas: el verde brillante de las selvas, el agua cristalina, el moreno ancestral de los bolivianos en contraste con el filtro caluroso y sudado, medio urbano medio miserable, de la actualidad sucia y rastrera de los que roban con impunidad algo que no pertenece sino a la tierra. Una historia fresca y reflexiva, que muestra, que no cae en victimismos ni en trampas; que denuncia con poderío, con esa fuerza imponente que otorga el cine, las injusticias contra los pueblos. En También la lluvia todos son culpables, tiene la capacidad de hacer pensar que podríamos ser también nosotros mismos los responsables: desde el capitalismo salvaje que nos devora hasta los gobiernos autóctonos corruptos, pero también los medios de comunicación y los que se callan, y definitivamente también los artistas españoles -comprometidos con la izquierda, por supuesto- que ruedan allí la pretenciosa película en la que se hallan inmersos. También la cinta mostró para mí -y digo para mí porque no sé si será cierto o salió simplemente de esa forma al recrear una película de época- la pobreza generalizada de los intérpretes de nuestro país, dejando patente ese mal endémico de la teatralidad que lleva muchas veces al ridículo. Aprovechándose del magnífico guion -el cine dentro del cine-, sobreactúan en la conquista por parte de Colón y sus soldados para después hacer papeles creíbles en el grueso de la historia. Por eso llegué a los Goya con ilusión, con ganas de que la academia premiase esta imponente película, esa escritura -bravísimo Paul Laverty, colaborador habitual de Ken Loach y autor de Felices dieciséis o El viento que agita la cebada-, de buenas interpretaciones y, sobre todo, honesto mensaje. En definitiva, cine social, de denuncia, que expone una realidad angustiosa y violenta, que hace pensar, que descoloca, que invita a la acción y al cambio. Las imágenes como arma. El poder del arte comprometido.
Pero irrumpe de pronto Pa negre, una cinta correcta, mezcla de infancia, guerra civil y una especie de thriller rural que no está nada mal, y se lleva todo de calle. Es bastante buena, quede claro; pero camina en el terreno de A lingua das bolboretas (La lengua de las mariposas), un filme de Cuerda que hace años fue también ninguneada en la ceremonia y que da literalmente mil vueltas a ésta, sobre todo en la recreación del espíritu republicano, en la emotividad y en el mundo de los niños. Y es que había que premiar el cine catalán. Me parece estupendo, por supuesto, y como todo el mundo que me conoce sabe, no hay mayor satisfacción para mí que ver cómo se impone el sentido común y la cultura, la justicia, y se reconocen las lenguas españolas distintas del castellano. Pero no era ese el momento, el lugar ni la situación para hacerlo. Como todos los días y todas las noches, seguimos embobados en nosotros mismos y en nuestros estúpidos localismos, y perjudicamos obras auténticas y universales para promover otras que no lo son tanto. Pero qué le vamos a hacer. Estamos en España. Siempre ha habido y siempre habrá una brutal dosis de estupidez allá donde miremos.
Ni siquiera fue nominada 18 comidas, película gallega de Jorge Coira y la segunda mejor que he visto este año a nivel estatal. Pero bueno. Qué carallo. Los gallegos somos pobres, igual que los bolivianos, y no interesamos. Como tampoco interesa el arte. Al final se impone lo de siempre: la pasta. Porque queridos amigos, en el cine como en la vida, la pela sigue siendo la pela.
1 comentario:
No sólo comparto lo expresado en este artículo, sino que además me congratulo de que alguien lo diga así de claro y además sin ofender. Confieso que aún no he visto "También la lluvia", a veces es difícil ver las películas que merecen la pena. También me sorprendió que "18 comidas" no estuviese nominada. Cuando la vi no tuve en ningún momento la sensación de que había malgastado el dinero de la entrada, todo lo contrario.
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