Cuántas personas, cuántos momentos hay en la vida que ya han pasado pero que siguen presentes, sin mostrarse porque ya son historia, escondidos pero latiendo debajo de los ojos, de las paredes, latiendo con la luz que entra por la ventana y con el sonido del reloj en la muñeca. Respirando detrás de un cuadro, en una fotografía en blanco y negro, en los lomos de tantos libros sobre las estanterías, acompañándonos sin que nos demos cuenta, en fin, de que ya han ocurrido y de que nos han marcado, dando los mismos pasos que nosotros damos y andando los mismos caminos que recorremos día tras día.
Rebecca es una película magnífica, la segunda que rodó Hitchcock en América tras sus comienzos ingleses, con el habitual blanco y negro que tan pulcros hace sus planos; nada sucio, poco saturado pero brillante y limpio como un coche nuevo. Qué les voy a contar ahora del maestro del suspense, del movimiento de cámara suave, sugerente, vehículo de un viaje misterioso y amenazador a los comportamientos más sucios de los hombres, de la potente dirección de actores, que los lleva hacia el extremo de todos sus personajes, que los convierte en espectadores de su propio carácter fingido y de la historia a la que dan vida, que los destruye y los reconstruye igual que un castillo de arena, de la posición del que mira, de todos nosotros, calculada al milímetro para mostrar, para sugerir los nervios o la tensión, para agarrarnos fuerte a la butaca porque sabemos —o intuimos, que siempre es mejor que saber— lo que piensa cada uno y la pasta de la que están hechos sus sueños. Hitchcock conoce los misterios que rueda, elige guiones magníficos y los convierte en puro alambre, en una cuerda floja por la que pasear la mente durante dos horas, hace que veamos el vacío y que sintamos Vértigo, que escondamos, con La soga al cuello, el arcón de nuestra sala de estar cuando vienen visitas, que no hablemos jamás con Extraños en un tren, o que la Sospecha nos destruya y nos haga imaginar locuras hasta llevarnos a un completo estado de Psicosis.
Hace un par de días —Galicia, vacaciones, lluvia y una manta en el sofá— puse por primera vez Rebecca. No sabía nada de esa película, aunque lleve desde niño viendo intrigas en el salón —a mi madre le encantan, para qué decir más—, aunque para mí Yo confieso sea la representación más perfecta del remordimiento que he visto en una pantalla, y aunque James Stewart siga siendo mi actor favorito, y mejor con una cámara en la mano que con un revólver. Así que la encontré entre sus cintas, me llamó la atención esa doble ce del título, tan sensual, tan explícita, y le pregunté a mi madre de qué iba. Ella, por supuesto, me dijo que la viese, que era una de las mejores de Hitchcock, y se sorprendió de que no la conociese, a mi edad y a punto de acabar la universidad, etcétera etcétera. Entonces me tumbé, pulsé el botón del play y me dije ‘hala, chaval, goza’. La magia del cine, ya saben. Que nos transporta y nos deja vivir en otros mundos, aunque sólo sea por un ratito. Que nos da sorpresas como ésta, porque es tan inmenso, tan poderoso, que nunca se deja conocer del todo.
Al contrario que la mayoría de sus películas, lo más importante de Rebecca no es la trama, ni son los personajes que vemos moverse por allí, en la deslumbrante Manderley, con el corazón comprimido y los dientes apretados. No es la belleza extraña y distante de la joven esposa, de la que no conocemos el nombre —detalle genial que nos mete todavía más en su angustia ante el pasado—, ni es la precisa interpretación del ama de llaves, medio psicópata medio lesbiana, que se mueve erguida como una espada, vestida de negro en mitad de las luces.
Un hombre rico conoce en Montecarlo a una mujer, se enamora y le pide matrimonio; entonces la lleva a su mansión, en Inglaterra, a vivir con él, y ella se entera de que es viudo desde hace dos años y de que su fallecida mujer, Rebecca, sigue presente en todos los rincones de su vida. Y he aquí una de las más grandes genialidades del cine: basar la historia en un personaje principal que está muerto y al que no vemos jamás. Rebecca es, desde el principio, una sombra misteriosa que lo inunda todo y que determina los comportamientos de todos los que la habían conocido. Hitchcock nos presenta a la mujer fallecida usando los recursos más puros de los que se nutre el cine: la erre bordada en sus almohadas, las figuras de porcelana que más le gustaban, sus costumbres rutinarias, que siguen presentes en el ama de llaves y que ésta intenta inculcar a la nueva esposa, el membrete de las cartas, el perro, el ala oeste de la casa, el mar, la inquietud del marido, los susurros entre pasillos, la luz que entra por las cortinas e ilumina las escaleras.
Hay una secuencia magistral, cuando ya lleva la nueva muchacha un tiempo en la casa, en la que no puede soportar más la presión de la mujer muerta y corre a su habitación —‘prohibida, y la única con vistas al mar’, dice la señorita Lambers— subiendo la escalinata, bañada por los rayos del sol a través de la ventana, mirando fijamente al perro, al perro de Rebecca, que descansa frente a la puerta, y va recorriendo sus muebles, sus objetos, su vida, en fin, en la que va descendiendo al abismo de la inferioridad y en la que viaja al fondo del pozo en que se encuentra, de esa existencia impostada en la que no es ella sino que sustituye a otra.
Pero no podía terminar aquí el talento de Hitchcock y, utilizando los primeros planos más desasosegantes de la película, nos presenta a un hombre espeluznante, en una casucha frente al lago, nos llena de tensión con un nuevo personaje, y deja que Lawrence Olivier se muestre tal como es el señor De Winter: calmado, frío, cargado de un pasado que no ha sabido olvidar pero del que nadie sabe demasiado, de oscuridad o de melancolía, de amor o de odio, de algo que nos llena de miedo o que nos emociona. No sabemos qué ha ocurrido, no sabemos qué ocurre y no sabemos qué ocurrirá. Hasta el desenlace final, en el que nos llevamos un golpe en la cara, y todo se vuelve diáfano pero a la vez negro, y hay más tensión pero también hay empatía, y hay unas luces amarillas que rugen al cielo y que rompen los hechizos y los recuerdos, y acaban con toda la verdad o con toda la mentira, y la película funde a negro, y dejamos de ver las erres bordadas en tela, y nos quedamos pensando un buen rato.
Pensando, por ejemplo, en el pasado y en el presente. En las personas que marcaron nuestra vida pero se han ido, y en el transcurrir del tiempo sin ellas. En que siempre, por estas fechas, recordamos todo lo que fuimos y lo que somos, y recordamos a todos los que estuvieron pero ya no están, porque antes había más sillas en la mesa y más risas y más guitarras, pero ahora ya nadie cuenta chistes y no se escuchan rancheras en el salón, porque ha pasado el tiempo y la vida y los inviernos, y nadie sobrevive eternamente al pasado y al presente y al futuro, y siempre creemos que las personas se desvanecen y no vuelven nunca más, sin darnos cuenta de que en realidad han pintado ese cuadro, nos han regalado aquel libro, han hecho que seamos lo que somos y lo que vamos a ser, y nunca, nunca, deja el pasado de ser el presente ni deja el presente de ser el futuro. Buenas tardes a todos y feliz año nuevo.
1 comentario:
Hay tres aspectos que me gustaría resaltar de este artículo: El párrafo en el que se encadenan los títulos de algunas películas del director. El hecho de que se hable de la película sin revelar nada que nos impida disfrutarla. El último párrafo me parece un pensamiento muy profundo, muy difícil de expresar con palabras. Enhorabuena.
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