La institución arte de la que hablaba W. Benjamin está devorando la cultura para que sobreviva el comercio, es nuestra desgracia pero la catarsis todavía nos puede servir.
D. V. Couto.
Estábamos apoyados en la barra de un bar al que hace mucho que no voy, con cervezas a medio beber delante de los ojos. Sonaba Credence Clearwater Revival pero no recuerdo la canción en concreto; pudo ser Travelling Band o Down on the Corner, pero voy a escribir que fue The Midnight Special, porque es mi favorita y porque lo importante es lo que uno recuerda y no lo que ocurrió exactamente. La vida no es nunca fiel a sí misma: la vida es la memoria y la imaginación, es en realidad lo que cada uno quiere que haya sido.
Hablamos aquel día de muchas cosas, pero hablamos sobre todo de Luis Buñuel y de Ingmar Bergman. Creo que todas las veces que nos hemos puesto delante de una botella hemos hablado de ellos. Sin excepción, siempre. En aquellas noches que empezaban temprano, a eso de las ocho, que nos veían beber despacio, saboreando el alcohol, el humo de los cigarrillos, que se fueron sin avisar pero que todavía esperan volver. En aquellas noches nombrábamos Viridiana, El séptimo sello, Nazarín, Persona, Los olvidados, como quien dice el nombre del que tiene enfrente porque es natural hacerlo.
Ahora que recuerdo aquello, se me aparece el Jaibo junto al escritorio, aquel muchacho desgarbado y superviviente, pícaro por necesidad, de la película Los olvidados. Ése que llevaba por mal camino al protagonista, ése de aspecto chulesco y porte orgulloso a pesar de estar más sucio que un cerdo. Ése al que la moral y el prójimo le importan una mierda precisamente porque él le importa una mierda a la moral y al prójimo, y se ocupa de cuidarse a sí mismo y de no morir de hambre. Y también ahora, justo aquí, surge Alexander. Acaba de llegar hace unos segundos, y el Jaibo, que me mira por encima de la pantalla mientras yo escribo y lo toca todo con confianza —mis libros, mi café, la lámpara—, se acaba de liar un cigarro de mi tabaco y se ha sorprendido al ver al protagonista de Fanny y Alexander también aquí, y lo escudriña de arriba abajo, y el pobre Alexander se siente cohibido, incómodo, y se agarra a la mesa con recelo. Lleva un pijama blanco y el pelo limpio, y está más acojonado por esa mirada que por encontrarse delante de un ordenador y de mil cosas que no conoce, un siglo después del tiempo que le tocó vivir. Entonces el Jaibo le dice “y tú quién eres”, sin apartar los ojos de él. Alexander se queda quieto, se acurruca un poco contra mi silla, y mira al suelo sin decir nada. El Jaibo se ríe, echa un brazo por encima de mí y le toca el pelo, lo despeina, mientras vuelve a hablar “pero qué pasa, por qué tienes miedo, yo no voy a hacerte nada”. Habla con ese acento mexicano tan cantarín, tan de las piedras, y se mueve como si estuviera en su propia casa, probablemente porque no ha tenido nunca casa.
Pero Alexander se asusta y sigue mirando al suelo, porque la mano del Jaibo lo ha violentado, esas uñas sucias que huelen a tabaco, ese aliento caliente, le hacen sentir incómodo y atenazado. A ver qué hace —pienso—. Qué le contesta. Parece que está escondido tras el mantel rojo de una mesa, en mitad de una noche tranquila, después de haberse levantado en pijama para beber un poco de leche. Y el Jaibo, el Jaibo… El Jaibo sigue fumando mi tabaco. Entonces Alexander habla despacio, con cuidado de no decir una palabra más alta que la otra, “¿por qué llevas la ropa sucia?”, y se queda mirando la camiseta del mexicano, que suelta una carcajada. El niño se asusta más de lo que estaba, quizás arrepentido de haberle hablado, y se va alejando lentamente hacia la puerta, se va yendo, se va y desaparece y quedamos sólo el Jaibo y yo. Y mientras fuma, agarra el paquete de picadura, mi taza de café, y va a la mesilla a buscar mi cartera, que se mete en el bolsillo. Después sonríe despreocupado y se sienta a mi lado, en la cama, se pone cómodo, y empieza a desaparecer lentamente.
Ahora que los dos se han ido, me quedo pensando en aquella conversación del bar, The Midnight Special, sólo yo con mis teclas y mi cabeza, sin cartera y sin tabaco y sin café. Y me pregunto qué estará haciendo ahora aquel amigo mío. Quizás esté sacando una fotografía, viajando en furgoneta, bebiendo una copa o calzándose a alguna mujer que valga la pena. Me gustaría contarle que acabo de ver al Jaibo —ese personaje de Buñuel que él tanto ama— conversar con Alexander —ese niño sensible que descubrió los colores y la vida en plena noche— y hacer que se cague de miedo ante el mundo real y ante la suciedad de sus pantalones. Cómo dos palabras toscas, salidas del pulmón mismo de la miseria que aplaca y nos hace mezquinos, acaban con la curiosidad y la belleza, con la sensibilidad aguda de un niño. No sé qué opinaría Walter Benjamin sobre esta conversación, quizás identificase al chiquillo con la cultura y al Jaibo con el capitalismo. Aunque en realidad no importa, porque está muerto. Y mi amigo el del bar muy lejos de aquí. Así que me he aplicado la frase que me dijo un día: “un amigo es alguien con quien puedes hablar como si hablases contigo mismo.” Y disculpen las molestias, porque hoy he reflexionado caóticamente sobre algo que me interesa y que le interesaría a él, sobre algo que podríamos haber discutido, pero como no está me he puesto a dialogar conmigo mismo, he visto cómo el Jaibo y Alexander chocaban delante de mí, y a nadie le importará en absoluto y nadie lo entenderá.
1 comentario:
Original e intimista.
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