La primera pregunta es temblorosa, nace arrollada de antemano. La primera pregunta es por qué hay necesidad de preguntar. Recuerdo el día febril, de verano enfermo (como el verano Harakiri que llenó de gotas el rostro de Kingo), el verano en que traspasé las cosas y fui directo a Santa María para no regresar. Había estado en Comala, o todavía no; lo que es seguro es que Macondo a esas alturas lo conocía bien, porque al poner los pies en sombra me dije “dónde están los plataneros” o “dónde hay pétalos amarillos”. No era igual que Media Luna porque nadie estaba muerto. Allí lo extraño era que todo parecía morir: ese era el miedo: la degradación. Yo volvía de a poco a mi sudor para beber agua o fumar un cigarrillo a escondidas. Estaba enfermo y leía. Qué paso decisivo para preguntar.
Hubo un día en que tragué tanta agua mezclada con arena. También en verano, pero la playa: ahora el calor se agradece. No soy tan niño como antes. De mi viaje a Santa María apenas queda un hilo; al salir al mundo de nuevo las lecturas se encogen y dejan la luz campante y los chistes de amigos inflados en mí. Casi me apetece coger el mar como si fuese un globo, corro hasta la orilla esquivando turistas, clavo los ojos en aquellas olas como labios y aprieto el paso ya metido en el agua. Bajo el ritmo porque el agua me cubre hasta las rodillas. Es bello dar zancadas en el mar, lentamente y la tirantez de las piernas, el vaivén de los brazos, magia. Sigo. Casi llego a las cumbres. Me paro vertical, con el agua al cuello. Estiro los pies hasta rozar la arena del fondo, abro los brazos en cruz, muevo las manos. El pelo todavía seco. En la ola que avanza veo pedazos minúsculos de sol. El arrastre leve hacia ella. Va a romper aquí. El arrastre que me descoloca y me eleva. Golpe, sordo, voltereta, garganta, con, arena.
Olor de carne y humo en la hierba recién cortada. Este fue un día anterior a los otros. Las hojas que tenían mis manzanos bailaban contra un fondo azul, no de cielo sino de mar, tanto mar. El jardín aquel de infancia era una colina y yo tumbado miro el mar entre lunares verdes. Soy el más niño pero tengo conciencia. La camiseta que llevo puesta dice en letras celestes “Argentina” porque mi padre me la regaló cuando vino de allá, hace un rato. Huele a cosas que no conozco. ¿Argentina? Ahora es la carne que se asa al fuego. Desde atrás mi padre con las pinzas de asar. Troncos que se chamuscan y troncos de los manzanos, veo de pronto un caracol. Me levanto y lo cojo: es un caracol blanco pintado con una espiral. Negra. Qué significa esta espiral. Espero y miro atrás pero mi padre se fue un minuto. La parrilla solitaria. Me acerco. Entre la carne arrojo el caracol. Cae al fuego. Un sonido como de válvula. Chas. El caracol al morir sale volando.
Ella contra las luces de Ordet. Un poco a mi derecha, sentada delante. Soy joven. Viendo Ordet recuerdo al niño de los caracoles, que mataba en las hogueras caracoles junto al mar, para que volasen. Mi padre tiene canas, lejos. Mi madre lee novelas. Yo en otra ciudad veo a contraluz los pechos de Ella. Se mueve para estar más cómoda. Ella es todo, pienso mientras el predicador predica, en la pantalla. Es mejor imaginar los pechos bajo esa tela que verlos en piel. Las sombras hacen juegos y sus brazos. Sus brazos redondos en cruz sobre la mesa. Cómo puede ser que la esté viendo por primera vez. La película me importa poco. Ha perdido su luz frente a la luz de Ella. La esposa va a levantarse de la muerte. Creo que Ella es pelirroja. Los focos de Dreyer me la dibujan así: pelirroja. Recordé los caracoles y aquel niño por ese fuego. No por Ordet. La película la envuelve para mí. Sigue sentada a mi derecha. Cuando la esposa resucita gracias a la fe, yo comprendo. Los pechos los brazos el pelo rojo. Ella.
Si mi hermana supiese. Mi hermana que vino de tan lejos a nuestro mundo distinto. Estoy en la mesa comiendo una rodaja de melón. Ya enamorado con Ella, después de la noche novios y carne tibia. La pienso porque vuelve a ser verano y está lejos su pelo rojo. Pero mi hermana me observa desde el sofá. Yo siento que mira la película pero me mira a mí. La película es Ponyo. Miyazaki cómo pinta el agua. “El cine es imagen y movimiento”, recuerdo. O no. Porque tiene tentáculos. Claro que oigo cómo los pies pequeñitos de mi hermana se acercan a mí. Por encima de la película se deslizan. Me giro un poco y le pregunto. ¿Qué pasa? Tiene cuatro años. Sonríe pero la sonrisa siempre está. Qué maravillosa hermana que vive sonriendo. No contesta pero mueve un bracito moreno. Moreno de aquel sol que yo veía en la ola. Ata a mi cuello una servilleta. La alisa mientras yo la miro a los ojos. “Para que no te ensucies”. Y se acerca a la pantalla. Intenta tocar a Ponyo. Recuerdo los caracoles volando. Si mi hermana supiese.
Mayor, de madurez incipiente. Veo el final de Sacrificio. Una casa en llamas. La hierba verde. El mar al fondo. El hombre corriendo desesperado. Otra vez la ciudad donde conocí a mi pelirroja. Solo. El movimiento de la cámara. Tarkovski muerto después de esta película. “El cine es imagen y movimiento”, pero tiene tentáculos que me agarran. Recuerdo la tarde febril de Santa María, recuerdo aquel viaje y el miedo. Recuerdo mi garganta con arena. El caracol volando. Los lunares verdes. Pienso en Ella. La primera pregunta es temblorosa, nace arrollada de antemano. La primera pregunta es por qué hay necesidad de preguntar. Aquel pueblo en que todo moría lentamente. La casa en Sacrificio sigue ardiendo. Recuerdo el olor de la carne y a mi padre tan joven. Esa hija de pie junto al mar, en la pantalla, un mar quieto e indiferente. Recuerdo cuando fui engullido por la ola. Después el niño junto al árbol: recuerdo a mi hermana. La casa en carne viva: caracoles volando. Y la certeza de la primera pregunta temblorosa. Y la certeza de que estoy más cerca de comprender, más perdido. Qué maravillosa muerte, la muerte poética. Nunca he vuelto de Santa María.
2 comentarios:
Hermosísimo, Chechu, como todo lo que escribes.
Quizás todo sea definido en esa frase demoledora, de la que participo absolutamente: "Es mejor imaginar los pechos bajo esa tela que verlos en piel".
Así nos ponemos de acuerdo y acordamos, en "entente cordiale", que la imaginación desarrolla tantos tentáculos en sus vertiginosos recorridos como la propia imagen.
Y sentimos el escalofrío de placer que nos provocan algunos pensamientos...
pq
BRUTAL CHUCHILL!
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