Todos sabemos que el cine utiliza estereotipos para sus historias. Unas películas más, otras menos. Generalmente las que se componen de personajes complejos tienen más valor, más veracidad, porque reflejan la realidad tal y como es. Plasman la vida y los desencuentros, los distintos colores de la heterogeneidad, y logran convencer al espectador de que lo que ocurre en la pantalla es real, y podría haberle ocurrido a cualquiera. Esto es, sin duda, mucho más complicado a la hora de escribir un guion, porque no hay pautas, no hay comportamientos establecidos a los que adherirse, y construir una persona con todos sus matices es lo más difícil para los creadores de historias. Tanto en la literatura como en el teatro como en el cine, e igual pero mucho más complejo en la pintura, la escultura, la danza y la música.
Sin embargo, la tradición artística se nutre de esquemas. La base, lo que el creador coge como esqueleto y luego moldea, ya bien dándole breves pinceladas o imprimiéndole un carácter diferente y único, es el principio de toda historia. No hay más que echar un vistazo al cine clásico. Ese John Wayne, prototipo de hombre americano, duro y recio como una piedra; esas mujeres débiles y visibles tan sólo mediante la figura del héroe, con caídas de ojos y sensibilidad extrema; esas femme fatale, devoradoras egoístas de carne y sueños, de flaquezas, que usan al poderoso a su voluntad para conseguir lo mejor para ellas; o Claudia Cardinale en Érase una vez en el Oeste, los pechos húmedos de sudor y la camisa abierta, las curvas bien marcadas de tela y trabajo, y los cántaros llenos de agua para el obrero cansado, que bebe y la mira, que la mira y se la bebe, para continuar cargando sacos de sol a sol.
Pero no hace falta ir más allá, no se necesita viajar tan lejos. Basta pasearse por la cartelera actual y analizar por encima —tan sólo el cartel, suficiente— para ver cómo los estereotipos plagan la pantalla de cine de forma brutal y devastadora, y cómo también las películas que más los utilizan son las que recaudan más dinero, y llegan a más público, porque el esquema es fácil y no hace falta tener gran sensibilidad para entenderlo, y en este mundo de tablets y smartphones la sensibilidad escasea y nos vamos todos literalmente al carallo, camino de la jungla de asfalto o de cristal que será el mundo, rodeados de conexiones inalámbricas y totalmente globalizados, idiomas poderosos al poder, cultura de masas al poder, ocio poco exigente y mala educación al poder, y todos tan contentos en un perfecto estado animal transmoderno.
Y aquí, queridos lectores, surge Torrente. Un policía fascista, puerco, alcohólico, ignorante, hincha del Atleti y putero, gordo, amoral, machista y profundamente español. Español, claro está, en el sentido más estereotípico de la palabra. Porque el personaje de Santiago Segura es una amalgama de tantos lugares comunes, de tantas tradiciones y tanto casticismo, que resulta gracioso, cachondo y mordaz, y provoca en nosotros, público que recibimos su obra y que vivimos en el mismo país de donde ha sacado las claves para crearla, que desayunamos y comemos y cenamos con mil Torrentes, por decirlo de alguna forma, nos resulta simpático y hacemos que gane millones de euros en taquilla.
Bien. Hay dos clases de posturas frente a estas películas. O tres, mejor dicho. La primera es la de flipar con lo guarro, lo racista y lo jocoso que es Santiago Segura, y esperar con ansia que salga la nueva para gastarnos la pasta en el cine, al que sólo vamos —o sólo van los integrantes de este primer grupo— cuando sale Torrente o cuando sale una de Vin Diesel. Qué grande, dicen, y qué gigantesca peli, cómo te ríes y lo poco que piensas, qué razón tiene y es verdad, los españoles somos así, Torrente Forever, yo soy Torrente, hay que tratar a las mujeres como putas y reírse de los negros, hay que imitarlo en todo lo posible. Sólo voy a ver al cine lo que me mola, y esto me mola a tope. Por lo tanto, es lo mejor y no hay discusión. Qué hambre tengo.
La segunda es todo lo contrario: qué desgracia para el cine, qué chabacano, qué soez, esto no es película ni es nada, qué vergüenza, qué imagen damos los españoles, ni que todos fuésemos así, tan chuloputas, tan franquistas, tan homófobos y tan mal educados, qué fuerte por dios, yo eso no lo veo ni de coña, ay por dios, Jesusito de mi vida, qué asco, horrible, pásame un vaso de agua que me desmayo del mareo, ay, qué asco, qué suciedad, qué olor a pedo.
Y la tercera es: pues vale. Me parto con Torrente. Sé que no es una obra con pretensiones artísticas. Sé que se basa en estereotipos manidos y llevados al límite. Sé que eso es un guion, y que lo único que pretende es provocar carcajadas, y lo consigue, vaya si lo consigue, porque reírse de lo más sucio y bajo de uno mismo es la mejor manera de conectar con el espectador inteligente. No se le considerará una gran película porque evidentemente no es arte, ni pretende serlo. Es simplemente una idea muy buena, sacada del ingenio de un grande de nuestro cine como es Santiago Segura, de su humor ácido y socarrón, desfasado, de su talento para crear un personaje tan atractivo y repulsivo a la vez, de arrancarlo de las entrañas del toro y plasmarlo ahí, en la pantalla, y dejarlo que se ría de todo el mundo, que se casque pajas, que vaya a putas, que insulte a los demás, que nos haga pasar un rato despreocupado y lleno de carcajadas y que se burle de todo lo que es él mismo y del propio estereotipo en el que se basa.
Por eso, amigos, a mí me gusta Torrente. Y ver a Segura en los Goya, diciendo lo que dijo y actuando como actuó, me pareció lo único salvable de esa entrega de premios en la que todos se besaron en la boca concienzudamente, y en la que se olvidó el arte, la calidad, el cine y los propósitos para los que se hace. Que pueden ser unos u otros, pero siempre son nobles y válidos cuando un creador sabe perfectamente lo que hace y para qué lo hace, y el murmullo pretencioso y españolete se aleja de las cámaras. Ese murmullo tan estereotípico y abundante en este país de putas, de toros, de luces, cámaras y flashes que tan bien se puede entender y que tanto se malinterpreta, de lúcidos tratados como ignorantes y de ignorantes tratados como dioses.
2 comentarios:
¡Y olé!
Sin lugar a dudas hay que reírse de uno mismo, aunque sea con amargura.
Añado una cuarta postura: la que asume todo aquel que ni se escandaliza con el humor grosero y políticamente incorrecto de Torrente pero que tampoco se ríe a carcajada limpia con sus películas. Como es mi caso, que me es totalmente indiferente. xD
Saludos!
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