¡Arriba, parias de la tierra!
¡En pie, famélica legión!
Atruena la razón en marcha:
es el fin de la opresión.
La Internacional.
Están las paredes frías y están los rostros llorosos, iluminados por el crepúsculo que atraviesa los barrotes de una ventana estrecha, alta, también fría. Surge la piel y surgen los harapos de la oscuridad, como en un cuadro de Caravaggio, y todo es suciedad, hambre, pasado, destino. No hay colores vivos y tampoco hay verdad: hay sólo odio y sufrimiento. Varias mujeres respiran entrecortadas, miran al frente sin posar en nada la mirada. Y ya en la noche cruel, los disparos retumban en las paredes. Es el lenguaje de la nación, espléndida y erguida, que limpia los corazones podridos y depura la vida. Las palabras secas, potentes, que se escucharon tantos años y callaron tantas voces. Está la cárcel en silencio, oyéndolo todo, dejando pasar los tiros a través de los barrotes igual que antes pasaba la luz moribunda. Yacen los cuerpos fusilados allá fuera, frente a un muro. Las paredes están frías y las mujeres lloran.
Pero de pronto algo cambia, y las voces dormidas se yerguen, más altas que la patria, que el dolor, y se elevan en la oscuridad. No vienen de fuera, de la noche cruel: salen del corazón podrido, de la cárcel sucia, salen de los labios secos y femeninos, que alguna vez fueron carnosos y que alguna vez dieron besos. Del hambre visceral y de las ratas, de la derrota, del desamparo de las ideas vencidas. Las mujeres dejan de llorar un instante, y se miran a los ojos unas a otras. Se levantan poco a poco, mueven los labios porque acompañan la canción, suben el volumen de su voz, levantan el puño, miran hacia un cielo imaginado. Cuando nada más queda, cuando todo muere y la violencia aplasta, nacen los últimos alientos, se recuerda el pasado y la dignidad, y las fuerzas vuelven desde el fondo de la tierra, allá donde se habían enterrado. Y las presas cantan, con dolor, con orgullo, con rabia, y los muertos vuelven a la vida y el mundo, al menos dentro de ellas, sigue siendo libre.
Este es el comienzo de La voz dormida, la última película de Benito Zambrano. Otra sobre la guerra civil, tan olvidada pero tan presente, otra visión más de lo que significó para un país roto la dictadura franquista. Hay muchas, desde luego, porque las heridas todavía sangran a pesar de los años y de las amnistías, y porque la brutalidad y la miseria fueron demasiado fuertes para olvidarse del todo. Aunque se entierren los dolores en una gran fosa común, y se intenten tapar para siempre, la tierra devuelve lo que le das, y los huesos surgen de nuevo en la superficie, y los ojos de una madre recuerdan al hijo fusilado, o las manos de una mujer acarician la foto de su padre. Y es que sin duda, y a pesar de lo que se diga en aras de la convivencia, hubo vencedores y hubo también vencidos. Hubo agresor y hubo víctima: un ejército borracho de castrismo y enamorado de su propia ignorancia, de su propia fuerza bruta, creyó que alguien le había dado el derecho de tomar un país, e iniciar una guerra, y limpiar las calles. Y una república inestable y desesperada, horrorizada por la dificultad de controlar un estado convulso, de aflojar las tiranteces de tanta ideología distinta, vio cómo hombres armados les apuntaban a la cabeza, a ellos y a toda la democracia, y los obligaban a obedecer, a callarse y a obedecer, o les pegaban un tiro sin mediar palabra. Por lo que lucharon y hubo guerra, evidentemente, y matanzas, y armas, y columnas, y la libertad perdió y se fue al carajo. Ella y todos los que la defendían. Pero una guerra es una guerra. Y otra cosa es lo que ocurre después.
De esto nos habla Zambrano en La voz dormida, basada en la novela homónima de Dulce Chacón, pero con el punto de vista centrado en las mujeres presas, comunistas o no —poco importaba— y en cómo sus vidas y las de su entorno se vieron violentamente aplacadas tras la victoria fascista. Inma Cuesta interpreta a una joven encarcelada, embarazada, pendiente de juicio por participar en acciones de guerrilla junto a su novio, y María León es su hermana menor, que acude desde Córdoba para estar cerca de ella y ayudarla en lo que pueda. La historia bucea poco a poco en la realidad opresiva del momento: miedo, silencio, murmullos, maquis que se esconden y que luchan desde la sierra, con sus manos desnudas y sus fusiles gastados, contra el poder omnipresente de los franquistas, instalados ya en los edificios públicos a los que no tenían derecho a entrar. Señoritos y damas, generales distantes y peligrosamente envalentonados, poderosos, tortura y lágrimas, injusticia, dolor, patria.
Y en medio de todo esto María León. No he visto jamás una interpretación como la suya. Cargada de emoción, contenida, desequilibrante y a la vez tierna, bella y áspera como sus manos de sirvienta y los zapatos de vestir que le quedan grandes. Los ojos abiertos, la boca cerrada y los párpados mojados o sonrientes, la voz despierta que ríe y que llena la cárcel de esperanza cuando todo está gris y los días se suceden sin que nada bueno ocurra. Con ese acento dulce y gracioso del sur que baila a lo largo de la película. Cuando ríe y cuando llora, cuando se enamora —venga, pregúntamelo otra vez—, o cuando la torturan salvajemente, María León emociona y lo borda, porque el espectador se lo cree todo y se muere un poco por dentro.
Así que poco importa lo maniqueo de ciertos personajes: la monja, el cura del final, la carcelera y los generales fascistas del falso juicio. Poco importa que uno esté en el cine pensando, ‘Zambrano, no hacía falta que pusieras a los malos tan malos y a los buenos tan buenos’ —de hecho hay un personaje comunista que, al tener ciertos rasgos negativos, chirría en la pantalla, precisamente por esa identificación impostada—, porque no era necesario remarcar al demonio en cada verdugo, en cada sacerdote o en cada monja, porque ya el simple hecho de actuar como actúan los sitúa donde tienen que estar y donde han estado en la historia. Y claro. El espectador poco objetivo corre el riesgo de dejarse llevar y de equivocarse, de salir del cine pensando que todas las monjas son unas asesinas crueles y que los policías son y han sido siempre unos represores sanguinarios. Pero como he dicho, poco importa. Igual que el estúpido y feliz epílogo final, que se carga casi la historia, y que supongo el director incluyó por fidelidad al texto original.
Me dan igual esos fallos porque salí del cine con más ganas de afrontar la vida. Maravillado por la actuación de María León, por la canción tristísima que canta Inma Cuesta a su bebé, por la dignidad de los hombres que se crece justo antes de la muerte y que vence para siempre las injusticias y los barrotes, y hace que nunca más estén los rostros llorosos o mueran las ideas frente a un muro. Contento por no haber tenido la desgracia de vivir aquellos años y porque hoy puedo escribir esta página, y ustedes leerla, porque a pesar de las guerras y de las ejecuciones, del silencio y de los disparos, y gracias a todas las voces dormidas que nunca más volvieron a despertar, hoy estamos vivos y somos libres, y me da el sol en el brazo, a través de la ventana, mientras pulso la tecla del punto y final.
2 comentarios:
Sin duda el peso pesado de la película es María León. En pocos segundos pasas de preguntarse si no es esa la hermana del famoso "Luisma" a quedarte ensimismada, emocionada y cariñosamente acompañada por su actuación.
El maniqueísmo sin embargo, es difícil no verlo en casi todas las películas españolas que tratan sobre este tema, otra vez.
Qué ganas de ver la película...
La verdad es que las guerras son odio y destrucción pero la belleza y la esperanza yace en cada ser humano y aflora en los momentos más insospechados.
Como siempre, me cuesta ver las películas en las que los seres humanos son vejados y sufren injustamente, pero prometo hacer un esfuerzo y verla, porque me encanta el cine de Zambrano y me ha encantado tu post!
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