El cine de animación está generalmente destinado a los niños. Eso es algo que nadie duda. Son el público que lo nutre y lo hace posible, son sus ojos ingenuos y emocionados los que se agolpan en las salas, butaca tras butaca, creyendo lo que se les muestra e imaginando un mundo nuevo, lleno de aventuras y secretos, que se hace realidad frente a ellos. Levantados por los alzadores de plástico, las bocas manchadas de caramelos y medio abiertas, sintiendo la felicidad sin darse cuenta. El aliento cálido y dulce, antes de merendar, los gestos de asombro y la excitación, las manos diminutas, inquietas, el brillo de la pantalla en las pupilas, la ropa pequeña, los movimientos.
Yo tengo una hermana de seis años que corre por la casa y es un terremoto, y juega, y te coge la cara si no le haces caso, y pregunta cosas todo el tiempo, y mira con curiosidad, y grita, y habla, y no para nunca quieta. Le gustan las muñecas, las canciones, el color rosa, le gusta que mi madre la peine y la ponga guapa, con trencitas, y da vueltas delante del espejo mirándose y sonriendo, y luego viene a mi lado y me dice, con esa voz delicada y temblorosa, ‘Chechu, ¿estoy guapa?’, y yo hago una exclamación, y digo ‘pero qué guapa estás hoy’, y ella sonríe satisfecha, con las manos cruzadas detrás de la espalda —que es como un papel tostado—, y vuelve a su habitación corriendo, con esa prisa enigmática que siempre tienen los niños.
Cuando me quedo solo con ella, siempre le pongo películas de Miyazaki. Es el único modo de que fije su atención en algo y de que yo pueda leer, o descansar un rato, o volver a verlas —que suele ser lo que quiero, en fin, para qué engañarles a ustedes—. Su preferida es Ponyo en el acantilado, y desde el momento en que se la regalaron, sus ojos se volvieron más luminosos y un poco azules, como el mar revuelto y mágico que inunda la historia. Yo creo —porque la observo cuando se queda quieta, sentada en el suelo junto a la mesa, la pajita del zumo siempre en la boca— que lo que consiguió engancharla de esa cinta es el niño protagonista, Sosuke, con su cara redondita y su curiosidad por el mundo, y lo bueno que es con la princesa del mar. Aparte de los colores tan vivos y definidos, y de la música espléndida, y de la originalidad del trazo. Porque Ponyo no es una cinta clásica ni es perfecta, ni está cerrada la historia: es un realismo mágico, infantil, ‘la esencia de la vida despojada de lo innecesario’, como decía Dreyer, que se mezcla con la imaginación y los sueños, y se mete en la mente de un niño y la reproduce exactamente igual, sin sentido completo, con ondulaciones y giros espléndidos, veloces, y con personajes construidos con los retazos que un chiquillo captaría de los adultos. Y a mí, que me apasionan Márquez y Cortázar y Onetti y Juan Rulfo, me seduce Miyazaki porque es literatura en colores, adaptada para niños, y disfruto encontrando paralelismos entre La casa tomada y Mi vecino Totoro, o entre los astilleros de Santa María y el castillo de El viaje de Chihiro.
Otra película que la vuelve loca de emoción es Nicky, la aprendiz de bruja. Sabrán de qué trata la historia: una niña se va de casa para iniciar su aprendizaje de brujería, con su pequeña escoba, volando sobre los campos hacia la gran ciudad, y comienza a trabajar de recadera en una panadería. Tiene también, como todos los personajes de Miyazaki —los de las películas más infantiles, dejemos La princesa Mononoke y Nausicäa para otra ocasión, más adulta, más ideológica quizás— es bondad natural e ingenua, desinteresada, que mueve la historia y que hace que mi hermana se implique en ella hasta límites insospechados. Porque le dice lo que tiene que hacer, la avisa de que puede caerse si viaja en la tormenta, sufre cuando le va mal y no tiene a nadie que la abrace, y disfruta cuando consigue un trabajo y las cosas le salen bien.
También le gusta El castillo ambulante. Pero aquí ya creo que es por el movimiento titánico de los escenarios y por la fluidez del vuelo, de los efectos que se desvanecen y que resurgen, porque el fuego habla y las arrugas de la anciana son tan marcadas que pueden incluso tocarse, y porque la embarga esa sensación en el estómago cuando surcan el cielo, esa mariposa que también siente cuando viene conmigo en el coche y antes de una bajada pronunciada acelero un poquito, y lo dejo ir suavemente para que ella lo note. Pues lo mismo le pasa con el castillo, esa gran mole articulada que se mueve por el mundo como un animal herido y orgulloso, y que para ella es real aunque haya sido construido por dibujantes que ella no conoce y que a mí me gusta más llamar arquitectos de sueños.
Todavía no sé si ha visto Arrietty y el mundo de los diminutos, pero yo he ido al estreno y, más que disfrutarla, he pensado todo el tiempo en lo feliz que sería ella si hubiese estado allí conmigo. En cómo agarraría la butaca de enfrente y en lo que me diría al oído todo el rato —porque es educada y no le gusta molestar en la sala—, intentándome explicar las cosas que iban sucediendo en la historia, con el aliento dulce y cálido de antes de la merienda en mi oreja. Porque ella la hubiese entendido mejor que yo, de la misma forma que entiende las demás también mejor que yo, aunque sea una chiquilla y esté aprendiendo a leer y escribir, porque Miyazaki tiene el don de hacer películas para niños desde la misma mente de los niños, tiene la facilidad natural de pensar como ellos y perfilar como ellos a los personajes, y dotarlos de características que a veces, a los adultos, nos parecen erráticas y un tanto extrañas, pero que los niños entienden perfectamente porque ven reflejados en ellas su mundo y sus historias, a todo color y a su velocidad interna, mágica, misteriosa.
De todas formas, hace ya mucho tiempo que no veo a mi hermana con la pajita del zumo en la boca, apoyada en la mesa, con los ojos brillando delante de una película de Miyazaki, o que no la veo corretear, o que no me pregunta si está guapa, o que no la oigo revolver sus juguetes en la planta de arriba. Y cada vez que estoy con ella me doy cuenta de que ha crecido mucho y de que ya me sobrepasa la cintura, y de que pesa como un demonio y de que el pelo lo tiene más largo y más brillante, y la mirada más encendida y racional, y las manos con más fuerza. De que comienza a leer cuentos, de que escribe cada vez mejor, de que habla galego con un acento precioso, y de que sigue viendo las películas que siempre ha visto y que tantas veces vi yo con ella. De que me estoy perdiendo cómo mi hermana crece. Y por muchas películas de Miyazaki que yo tenga aquí en Salamanca, y por muchas palabras que le oiga decirme a través del teléfono, el tiempo que avanza en ella y los días que no la veo nunca volverán, y quizás cuando vuelva a verla ya sea una mujercita, y habrá acabado la escuela, y no le guste el color rosa. Pero al menos sabrá leer bien, y podrá ver estas líneas, y entenderá que su hermano vivió lejos mientras ella crecía pero la echó de menos, y pensó en ella todos los días, y vio sus películas favoritas en las tardes frías para sentirla un poco más cerca.
3 comentarios:
Así es la vida, tan fugaz, tan hermosa, tan llena de momentos que no podemos retener y quedan para siempre en nuestra retina.
Así los recuerdos que vivimos nos marcan y nos acompañan siempre, aunque las personas con las que los vivimos antaño ya no esten presentes.
Las películas, la música, los olores nos reviven esos instantes y de alguna manera nos los devuelven, siempre tan cálidos.
Un beso desde tu casa gallega lluviosa y morriñenta.
Las Navidades son un buen momento para volver a ver en familia esas películas maravillosas. Me gustan las películas infantiles que tratan a los niños como lo que son y no como si fuesen... tontos.
Dan ganas de volver al pasado, leyéndote es fácil perderse en la nostalgia colorista de estas películas o de otras en las que deje correr mi infancia. Qué fácil resultaba preguntar el por qué de todas las cosas y que una simple película te diese respuesta a tantas cosas.
Sí, a veces dan ganas de volver al pasado, por ejemplo para recuperar el tiempo perdido con tu hermana, pero tómatelo con otra filosofía, el objetivo ahora es hacer que en el futuro queramos regresar más veces al presente.
Qué las pupilas nos sigan brillando por el recuerdo de personas que aún siguen a nuestro lado, aunque estén lejos. Es el mejor regalo.
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