De niño, mi juego favorito consistía en lo siguiente: en el ático de la casa, forrado de madera, tirábamos un colchón justo en el centro de la habitación, mi padre se tumbaba en él y mi hermano y yo teníamos que conseguir entrar mientras él lo impedía. Nos pasábamos horas saltando como cabritos desde todos lados hacia el centro del colchón, repelidos por los brazos poderosos de mi padre, que nos enganchaba, nos levantaba en el aire y nos lanzaba hacia atrás. El pelo se nos pegaba a la frente por el sudor, las risas y golpes retumbaban en toda la casa y mi madre subía preocupada de vez en cuando para ver si nos hacíamos daño. Frecuentemente decía a mi padre: "Este juego es muy bruto, os podéis lastimar." Pero ni él ni nosotros nos lastimábamos. Eran las mejores tardes de la infancia, aquellas en el ático. Volando por el aire, saltando hacia el colchón, riendo de las caídas aparatosas que sufríamos e intentando luchar contra un hombre mucho más grande y fuerte que nosotros.
Dejamos de hacer aquello porque crecimos, y ya no era fácil pelear sin peligro porque éramos más grandes y teníamos más fuerza. Mi padre no podía medir ya sus empujones y nosotros, si saltábamos en él, quizá podíamos partirle un hueso. Así que aquel ático dejó de ser el fabuloso ring que había sido para quedarse simplemente en habitación de invitados; el colchón volvió para siempre al sofá-cama del que provenía y las tardes salieron al sol y se convirtieron en fútbol, carreras por los campos de maíz y escaladas a los árboles del monte.
Es inevitable que recuerde esto ahora que voy a hablarles de películas de acción. Ese cine popular y testosterónico que a tantas masas atrae y tantas estrellas catapulta, que tantas frases deja para el recuerdo y tantas poses nos hace poner delante del espejo, solos -admitámoslo sin rubor-, de la misma forma que De Niro ensayaba su "Talkin' to me?" en Taxi Driver. ¿Quién no ha dicho nunca "Yipi a yei, hijo de puta" a lo largo de su vida? ¿Qué hombre comete la osadía de negar su pasión por Rocky? ¿Cuántos de nosotros no hemos deseado ser así de jefes? Lo llevamos en nuestra naturaleza más íntima y ancestral. Lo tenemos ahí aunque seamos, por encima de todo, personas civilizadas y racionales. Fantasear con reventar a media docena de terroristas delante de nuestra novia es algo natural; desear una lucha cuerpo a cuerpo con el extraterrestre más letal jamás conocido, en medio de la selva, revolcados en barro, es lo más normal del mundo. Llevamos en nuestra alma de cazadores esa masculinidad genética que hace que el cine de acción nos mole mucho. Para qué ponernos exquisitos y para qué mentir. Admitámoslo, hombres del mundo, sin vergüenza ni miedo.
La primera película que me viene a la mente es Depredador. Arnold Schwarzenegger, antes de ser gobernador, fue el titán más salvaje jamás conocido en la tierra, capaz de despellejar a un toro y comérselo con sus propias manos. En esta gran cinta, que seguro todos habréis visto porque debe ser una de las más pasadas en televisión de los últimos diez años, el bueno de Swazzy forma parte de una unidad de combate -¡cómo molan las palabras ‘unidad de combate’, estaréis de acuerdo!- que viaja a la selva para cargarse a todos los guerrilleros y dejar el honor estadounidense bien alto. Sin embargo, allí van todos muriendo de forma horrible, desollados y colgados de los árboles, decapitados, etcétera. Hasta que él, el más macho del grupo, descubre que hay allí un alienígena súper peligroso que está eliminando a todo dios sin ton ni son. Entonces se pone manos a la obra y emprende una lucha salvaje y fiera que termina de forma acojonante; no diré cómo por si todavía no la han visto, pero diré que al final esa masa de músculo y cojones que es Arnold acaba utilizando la inteligencia más sutil para engañar al bicho. Mi padre es un fan irredento de esta película, con razón, y creo que todas las veces que la he visto ha sido con él. A veces, mientras miramos la pantalla maravillados ante el poder infinito de ese soldado majareta, yo lo observo de reojo y recuerdo las tardes del ático con nostalgia.
Luego también está Terminator, ya con más calidad cinematográfica -la primera y la segunda, ojo, el resto son bodrios modernos- y con Arnold en el mejor papel de su carrera. Esa máquina fría y mortal llegada del futuro para asesinar al protagonista en la primera, para salvarlo del terrorífico T-1000 en la segunda, ha calado hondo en la cultura popular y en el imaginario colectivo, al nivel de cintas tan buenas como Pulp Fiction o la mismísima saga de El padrino. Y conste que no estoy diciendo que su calidad sea similar; estoy hablando de influencia en el cine posterior y en la sociedad. ¿Cuántos carteles publicitarios, películas, anuncios, personas, han dicho "Sayonara, Baby"? ¿O cuántas veces se ha imitado la secuencia magistral de Terminator 2, con el salvaje antagonista agarrado al coche por medio de sus pinzas metálicas? Rompo una poderosa lanza desde aquí a favor de estas dos películas, que me han hecho pasar momentos inolvidables desde que tengo recuerdos. Todavía están en mi casa aquellos VHS. Y siempre los guardaré.
Pero cómo pasar por aquí sin acordarme de Bruce Willis y su legendaria trilogía La jungla de cristal. No conozco una sola película en la que Bruce no inspire un profundo respeto y temor a la audiencia, bien por su cara de colgado, por sus músculos fibrosos bajo la camiseta interior blanca o por las frases que suelta a cada minuto. Primero un edificio, luego un aeropuerto, luego una ciudad entera. Nada puede con McClane. Explosiones, metralletas, cuchillos, patadas, sangre, sudor, insultos, ingenio, sagacidad verbal insuperable. El último Boy Scout es otra de sus magníficas demostraciones de que es el puto amo, para mí quizá la más exagerada y desfasada, la mejor. Un detective sin afeitar y alcohólico que se ve envuelto en una trama de agentes de fútbol americano y corrupción, que le dice a su compinche, cuando éste pregunta por su hija: "Si miras a mi hija te meto un paraguas por el culo y después lo abro." O que, cuando lo descubren espiando una reunión de los malos en el bosque y le preguntan "¿Vienes solo?", él contesta: "No, vengo con los putos niños cantores de Viena. ¿Qué pasa, sois todos gilipollas?" Juro que no puedo evitar reírme al escribir esta frase. Ya me dirán si no merece un Oscar este hombre.
Y aunque hoy esté en plan coña, recuerdo a mi padre y no puedo dejar pasar la oportunidad de hablar de otras dos películas que él ama, éstas ya serias, obras maestras: Platoon y Apocalypse Now. De la segunda qué decir, si está entre mis cinco favoritas y es considerada la joya del cine bélico. El viaje psicológico del hombre a los infiernos del terror y la sinrazón, de la violencia. La escena de la masacre en el río, cuando se cruzan con la barca de campesinos; el principio, cuando Martin Sheen está realmente drogado y entra en un delirio que lo lleva a romper el espejo de la habitación, cosa que no estaba prevista en el guion y que ocurrió porque el actor se drogó tanto que al terminar de rodar la escena tuvo un colapso y fue ingresado en el hospital; la primera aparición de Marlon Brando; los famosos helicópteros; la banda sonora; "Me encanta el olor del Napalm por la mañana." La guerra tratada desde el ángulo más oscuro y humano: qué provoca al hombre a cometer semejantes atrocidades y qué consecuencias tienen. Platoon, por otra parte, muestra a un inconmensurable Tom Berenger y a Willem Dafoe en estado de gracia, y contiene una de las escenas más escabrosas de la historia, no por mostrar desagradables entrañas o carnicerías, sino por la carga emocional. Los que la han visto sabrán cuál es, los que no, se darán cuenta nada más verla: esa prisionera en la cabaña y lo que allí ocurre.
Hemos hablado hoy sobre cine de acción y sobre cine bélico: coñón y ligero, salvaje, serio y psicológico. Son géneros en los que hay donde elegir, desde películas estúpidas sin sentido hasta La chaqueta metálica, desde la crueldad en Senderos de gloria hasta los puñetazos en Rocky. No he podido hablar de esto sin mencionar a mi padre y sin recordar esas tardes lejanas en el ático de mi casa. Él es culpable de que me encante Terminator o Deliverance, de que me ría con Bruce Willis o me acojone con Depredador, de que viaje al fondo del horror con Martin Sheen o los ojos de Clint me atraviesen en El sargento de hierro.
Y es que a parte de un padre ha sido siempre un compinche: de éstos que ríe los chistes vulgares que contamos mi hermano y yo, de los que juega al baloncesto con nosotros y nos revienta con su muñeca de mantequilla, al más puro estilo Ray Allen, de los que tomaba vinos conmigo en Santiago en su descanso de la oficina y el mío de la biblioteca, de los que saben mucho de fútbol y apenas lo muestran, de los que cocinan en el jardín sin importarles tragar todo el humo de las brasas, de los que se preocupan por la familia y aportan seguridad con sólo decir una palabra. Recuerdo ahora una de esas situaciones que nunca olvidaré, mezcla de cariño y de humor, de picardía y de hombres: estábamos en el ascensor y me metí con él, algo dije sobre su pelo o sobre su edad, "qué viejo estás, papá, mírate el pelo casi blanco." Él no me respondió, pero me echó contra la pared y me inmovilizó con su brazo derecho: "Estaré viejo, chaval, pero tú ahora no te mueves." Yo me reí, pensando lo fuerte que es el jodido aún con cincuenta años, y recordé las tardes del ático y las pelis de Swazzy. Él también se rió, y cuando aflojó la concentración yo le di un rodillazo en la entrepierna. Se encogió dolorido, "¡Ay, cabroncete, qué cabrón!", y yo no podía parar de reírme, viéndolo a él reírse también en aquel ascensor azul, recordando todas las tardes antiguas y todas las películas, todas las palabras, los juegos, las coñas, esa complicidad que siempre hemos tenido y que nunca vamos a perder.
1 comentario:
Este tipo de cosas son las que a un padre lo hacen sentirse sumamente feliz. Comprobar como tus hijos van creciendo, madurando, desarrollando todo su potencial como seres humanos y saber que tú has estado ahí es parte de lo que da sentido a la vida. Cuántos momentos hemos compartido y cuántos nos quedan aún.
En el ático, el único que salía siempre magullado era yo, ya que Chechu y Edu se tiraban sin piedad y con las rodillas por delante. A veces hasta eran capaces de diseñar estrategias y atacar colectivamente.
Sí, me gustan y mucho las películas que mencionas, las de la jungla de cristal, menos, aunque coincido contigo en que esas frases de Bruce son antológicas.
Tengo que confesar que me gustan todo tipo de películas, pero (es broma) "un home é un home" y no puede mostrar sus sentimientos y llorar con una película romántica o con las que más me gustan, que son aquellas en las que el bueno (que tiene sus sombras y su lado oscuro) acaba con todas las injusticias que sufren los más débiles y derrota a los malos. En el fondo, a todos nos gustaría ser el héroe y terminar herido y consolado por la chica (con perdón, "cachondísima", por cierto). ¡Qué le vamos a hacer!
Edu me confirmó que la práctica del ascensor azul también la sufrió. "Así é que hoxe sodes uns homes feitos e dereitos" (risas).
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