Según el propio Clint Eastwood, Gran Torino será la última película en la que intervenga como actor. Con esta declaración de principios se podía esperar una lluvia de homenajes, tributos y galadones, pero no ha sido así en absoluto. Gran Torino pasó inadvertida en la pasada temporada de premios, no así para el público que acudió en masa a ver la última actuación de esta leyenda viva.
Nadie salió decepcionado, Eastwood rinde homenaje al personaje mítico del tipo duro y terco con profundas heridas de guerra que él mismo ha patentado, y lo coloca en medio de un vecindario rodeado de asiáticos a los que desprecia, hasta que el acoso de una banda a sus vecinos le provoca un replanteamiento de sus viejos prejuicios. La rendición está servida.
En realidad la historia y su desarrollo son un tanto convencionales, pero gracias a la puesta en escena clásica, el buen ritmo y sobretodo la simpatía que despierta el antipático personaje protagonista la película gana enteros. El drama está ahí, aunque no llegue a explotar hasta el desenlace, pero la inesperada comedia suscitada por la verborrea ofensiva de Eastwood es lo que consigue enganchar desde el principio.
Gran Torino dispara hábilmente en varias direcciones: religión, interculturalidad, familia, delincuencia juvenil... Todo encaja y le da un sentido nostálgico e imperecedero al filme, al que te quedas anclado hasta en los créditos finales con esa preciosa imagen con la canción Gran Torino sonando de fondo entonada por Jamie Cullum y por el propio Eastwood. Pocos cineastas están tan comprometidos con el cine y son capaces de hacer siempre películas tan gratificantes como este señor.
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