13/6/12

El rincón de Chechu: Retrato de un imbécil

Adéntrense en sus adentros, que diría el pedante, y compongan la correspondiente imagen mental: muchacho joven (un amigo), se entretiene navegando por Internet. FilmAffinity, Marca.com, Hotmail, Twitter, etc. La luz lo destaca en plan Gordon Willis, junto a la ventana, dejándole medio rostro iluminado de perfil. Es de noche. Quizás quien esté en la calle se deleite con la postal: edificio antiguo, naranja ladrillo, anochece, oscuridad en todos los cristales menos uno: el de mi preciado colega que, cansado de un largo viaje, deja pasar el tiempo antes de irse a dormir.

Gordon Willis

En ese momento, oye cómo se abre la puerta de entrada y deja lo que está haciendo. Se levanta y camina hacia la mesa del salón, ya que tiene curiosidad por conocer a su nuevo compañero. Aguanta de pie, sin alejarse mucho del portátil, para no parecer estúpido allí quieto, para aparentar cierta dejadez a pesar de la educación necesaria que se necesita en esos casos. Al menos, levantarse y saludar. Pero sin flema.

Apreton manos

El nuevo individuo, a partir de ahora Señor X, cruza el umbral en ese momento. No diré si es moreno, rubio, alto o flaco. Sólo diré que es joven y, por cierto, bastante guapo. Se peina con gomina, el pelo hacia arriba, y viste decentemente, lo que denota cierta preocupación por su aseo e higiene personal. Sonríe al ver a mi colega, que se adelanta un par de pasos y le estrecha la mano, a lo que el Señor X responde con otro apretón bastante fuerte. ‘Es un tipo seguro de sí mismo’, piensa mi amigo. Da la mano como se tiene que dar. En la calle, el sol ya se ha puesto del todo.

Poker

Después de las presentaciones, viene el punto fuerte. El segundo escollo tras la primera impresión (que no fue negativa, excepto en el hecho de que fuese guapo, quizá más que mi propio colega, lo que, evidentemente, siempre deja cierto resquemor). ‘¿Qué te gusta hacer?’, pregunta Mr. X. El muchacho de la ventana duda un instante, justo el tiempo necesario para pensar en no ser demasiado arriesgado ni demasiado banal. Calibra la respuesta mientras el Señor Equis parpadea, y entonces habla: ‘Pues no sé, así en general —nótese la precisa figura de disminución, por si las moscas—, me gusta leer y ver películas’. Zas. El otro, con ojos de sorpresa (‘Ah…’), no tarda ni medio segundo en replicar: ‘ya, pero cosas normales digo, ¿te gusta el fútbol, jugar a la Play, echar partidas al póker?’. Mi amigo, decepcionado y sintiendo un poco de vergüenza de su osadía, responde que sí, que eso también le gusta, y la conversación sigue por derroteros más predecibles y aburridos.

Hueso_2001

Elipsis temporal, en plan Odisea en el espacio con el hueso y la nave. Aquí utilizaremos, para ser modernos, una imagen acelerada del edificio por fuera (recuerden, ladrillos naranjas), en la que se ve cómo sale y se pone el sol doscientas veces, a razón de un millón de fotogramas por segundo. Mi amigo está leyendo en su cuarto, tranquilamente, a eso de las seis de la tarde. Pasa el rato de esa forma, disfrutando en este caso del formidable Augusto que protagoniza la novela Niebla, de Miguel de Unamuno. Algo, pensarán ustedes, simple y llanamente normal, que todos hacemos. Vamos. Leer un libro. Nada de Nietzsche o Kant, o Tres ensayos sobre una teoría sexual. No. Una novela corriente. Pues bien, segundo acto. El Señor X, que pasea de un lado al otro del corredor haciendo no se sabe muy bien qué, repara en la puerta de mi colega. ‘No está cerrada’, piensa. ‘Eso quiere decir que puedo entrar cuando quiera’. Y va a entrar, la mano en el pomo, los pies tocando ya la alfombra, cuando algo lo asusta y hace que su cerebro colapse. Mi amigo levanta la vista y lo mira, expectante, esperando a ver qué quiere. Entonces Mr. X pregunta, con los ojos fuera de sus órbitas: ‘¿Qué haces?’. El muchacho del libro responde un simple ‘leer’, y continúa mirándolo, invitándolo amablemente a que lo deje con sus cosas. Pero Equis no se da por vencido, o no capta la invitación, y continúa: ‘¿y qué es?’. Mi colega, en un ejercicio envidiable de paciencia, responde: ‘una novela’. Pero X, cada vez más sorprendido y levantando la voz, vuelve a la carga: ‘pero, ¿es para la facultad?’. ‘No.’ ‘¿Algún trabajo?’. ‘No, tampoco.’ ‘Entonces, ¿por qué lees?’. Mi amigo, después de respirar para calmarse, se toma la educación de contestar de nuevo: ‘porque me gusta’. A lo que el Señor X, ya absolutamente descolocado y convencido de que el muchacho del libro es un auténtico anormal, hace un gesto con los hombros, dice ‘ah, vale, vale…’, se ríe entre dientes, resopla en plan ‘este pavo está zumbao’, se da la vuelta y cierra la puerta, yéndose por fin. Mi amigo sigue con la lectura.

Los muertos

Nueva elipsis (esta vez cogemos un primer plano del muchacho, lo desenfocamos, y volvemos a otro primer plano suyo, esta vez sentado en el sofá y viendo una película, por eso de continuar con las moderneces). Tercer y último acto. El muchacho del libro pasa a ser, casualmente, el muchacho que ve Los muertos, de John Huston, un buen día de primavera después de comer. Él disfruta con la película, le fascina todo lo que subyace. De esas obras —piensa— que dicen todo de forma escondida, elegante, con el tono y la brillantez de la culminación artística. Además, recuerda el final del relato de Joyce en el que se basa: “Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.”. Pura delicadeza. Y justo cuando la mujer está a punto de detenerse en las escaleras para escuchar la canción que la devuelve al pasado, esa maravillosa La joven de Aughrim, hace su aparición el Señor X, sudado y respirando fuerte, con un balón de fútbol en las manos. Camina por el salón hacia mi amigo, y él, perro viejo y cansado, pausa la película mientras da un suspiro y mira hacia el futbolero oloroso. ‘¿Qué ves?’, pregunta como es costumbre. ‘Una película’, responde mi colega, consciente ya de las asombrosas limitaciones del Señor X. ‘Pero esa película es muy vieja’, dice el otro, la mirada fija en la pantalla como si estuviese a punto de descifrar un enigma, la respuesta de todo. ‘Es de finales de los 80’. ‘Pero tío, eso está desfasado’. Y continúa, seguro de lo que dice, en un metafórico apretón de manos: ‘¿No te das cuenta de que la tecnología ya ha superado esas limitaciones? Ahora las pelis son mucho mejores tío, tienen efectos especiales, no tienes por qué perder el tiempo viendo ésas’. Dicho lo cual, se larga botando la pelota y riendo ampliamente, seguro de su propia inteligencia, y mi amigo, en silencio y resignado, vuelve a pulsar el botón del play.

Explosion

Pues ya está. Epílogo y punto final. Estos dos individuos tenían la misma edad (más de veinte años) y cursaban ambos estudios superiores. Los dos tienen el mismo derecho a votar, ya que son ciudadanos libres y vivimos en democracia, y el voto de cualquiera de ellos vale exactamente lo mismo. Lo que resulta obvio una vez que alguien se para a pensar en las distintas opciones que existen a la hora de marcar la papeleta: qué más da apoyar a un ignorante que a otro. De todas formas, el Señor X va al cine en pandilla, comiendo ruidosamente, y genera unos beneficios enormes a las producciones más bochornosas. El muchacho del libro también acude al cine, pero con su novia, con amigos escogidos, y su dinero no importa una jodida mierda a nadie porque ve películas europeas. Les juro por lo que quieran que ésta es una historia real. Pero déjenme aclarar una cosa porque seguro que se han confundido: el protagonista no es el Señor X, es mi metafórico amigo. Y el título del artículo es por él, porque en los días que corren, el imbécil es el que lee tranquilamente novelas o ve una película de John Huston, y el ciudadano normal es el otro, el que consume, el que levanta el mercado, el que nos va a sacar a todos con su sudor y sus gastos de esta horrible crisis que nos tiene tan atemorizados. Pero esta horrible crisis, queridos lectores, es el menor de los problemas que tenemos hoy en día.

2 comentarios:

Imbécil en crecimiento dijo...

Los imbéciles alimentan el estomago de la inmoralidad.

P.D. Qué va! Niebla no es una novela cualquiera. Y por supuesto, llevado al caso del cine, no posee los efectos especiales y las pantomimas simplonas de una..."zafonada" cualquiera, por ejemplo.

Cristina dijo...

Que el mundo nos siga dando muchos "imbéciles"...