Cuenta que al levantar el borde de la sábana que cubría al ahogado, revivió en la cenagosa profundidad de pantano de sus ojos abiertos un barrio de solares ruinosos y tronchados geranios cruzado de punta a punta por silbidos de afilador; un remoto espejismo traspasado por el aullido azul de la verdad.
Juan Marsé, Si te dicen que caí.
Acaso está lejos el final, y cerca el principio; acaso el principio fue hace ya mucho tiempo y el final no se vislumbra y de momento no existe. Digamos, pues, que El vuelo excede el ala, y pintemos entonces un cuadro compuesto de retazos invisibles, pinceladas de memoria, ladrillo naranja, cielo limpio y ropa secándose en la ventana. Así parecía ser el barrio, dos años atrás, el día que bajé del avión y mi mundo comenzó a estallar. Manhattan sobre los tejados, en la noche atemorizada y sola.
Escucho voces mientras escribo: una música fácil, una mujer estridente, un hombre. Si fuese un día normal, hubiese cerrado la puerta para oír tan sólo las teclas que pulso, la pantalla que se llena de letras, yo, mi sombra en la pared del fondo. Hoy, sin embargo, me he levantado de la silla y he ido a la otra habitación, donde está él, y me he quedado en la puerta, mirando su perfil contra la pantalla del ordenador, ese perfil de pajarillo inquieto que se gira, y he visto cómo se daba la vuelta y cómo me miraba, de la misma forma en que siempre lo ha hecho, para ver qué quería preguntarle. Entonces le he preguntado qué estaba viendo, y me ha respondido ‘Weeds, una serie de un ama de casa que vende marihuana’, y yo he puesto una media sonrisa, la mía, y le he preguntado más, cómo se deletrea Weeds, y él de pronto ‘doble uve —esa forma suya de llamar a la uve doble—, e, e, d, s… güids.’ Y he vuelto a seguir escribiendo mientras escucho las voces.
Han terminado al terminar yo este párrafo, las voces de Weeds, pero sigo con la puerta abierta, quizá para retener ese momento, quizá para pensar que el principio está todavía cerca y que no se vislumbra el final, aunque en el fondo sepa que ya viene. Oigo en cambio, junto a mis teclas, el silencio suyo, ese que no es de nadie más, ese único silencio de él, compuesto de clics de ratón y de olor a cena recién comida. Estará en el ordenador, como siempre, buscando algo nuevo que ofrecerles a ustedes, lectores, porque ustedes son, deben saberlo ya, su íntima pasión. Cuántas veces lo habré escuchado decir, volviendo del cine, las palabras que luego ha escrito en cada párrafo, en cada crítica; cuántas habrán sido las llamadas, ese tono característico en que dice ‘Chechu, ya acabé mi crítica’, con el arrastrar dulce de la última sílaba, con esa educación extraña al hablar; cuántos papeles amarillos habré visto sobre su mesa, llenos de noticias para el bloque quincenal, pintarrajeados con su letra pequeña y bailona, apresurada. Ahora ha dejado de pulsar el ratón, y suenan a través del pasillo los créditos de Padre de familia.
Empecé a escribir este artículo en el momento en que él venía de la cocina, con una pizza para cenar, y yo le dije ‘mira, dejé de ver el fútbol para escribir el rincón de mañana, deberías estar contento.’ Me contestó, parándose levemente en el umbral de mi puerta, ‘¿sobre qué lo estás haciendo?’, y yo, ‘sobre nada, ya lo verás, vuelvo a lo denso.’ E hizo un sonido, buf, o puf, o qué se yo cómo transcribir esa forma amable que tiene de llamarme pedante. Y siguió su camino al cuarto, ese donde tantas películas hemos visto, dejándome solo con mi libro de Juan Marsé, abierto al lado del portátil, mi televisión en silencio con el partido puesto, mis ganas de que no se vaya a su tierra y no me deje, aquí, escuchando silencios que no son suyos.
Pero vuelve a hacer los clics, como un pajarillo que picotea cada vez más rápido; debe estar buscando fotos para la entrada sobre La hora más oscura y Noche de fin de año, esa que me dijo que iba a publicar ahora, mientras escribía yo este rincón para mañana, sobre las peores películas que ha visto últimamente. Porque ustedes deben saber que él pone el corazón en lo que hace. Desde el vídeo más banal a la más descarnada Operación clásico. Es distinto a mí, se habrán dado cuenta también, pero es más valiente. Cuántas veces me habrá preguntado la gente por qué no tenía yo un blog personal, a parte de esta humilde colaboración, y cuántas habré respondido que soy inconstante, débil e inconstante, que no es más que un elegante eufemismo de cobardía. Y cómo le había gustado Crazy Stupid Love, ese bodrio, y cómo le dolieron mis opiniones sobre ciertas películas.
Se extrañarán, llegados a este punto, de que haya citado el comienzo de Si te dicen que caí, e incluso les sonará incoherente el primer párrafo de este artículo, el último escrito bajo el silencio de él. Pero yo llegué a Salamanca directamente de Nueva York, y aquel primer domingo salí a pasear por mi nuevo barrio, y oí cómo lo traspasaban de punta a punta silbidos de afilador. Los ladrillos naranjas, el cielo limpio, la ropa a tender en las ventanas llenas de geranios. Él estaba aquí también, aunque todavía no lo conocía. Estaba, como yo, viviendo un principio. O un final, quién sabe. Lo que sí sé es que luego nos conocimos y nos hicimos amigos, los bares estallando, la sala de cine a oscuras, y un día cualquiera me dio la oportunidad de escribir aquí.
Aquella primera noche vi Manhattan, de Woody Allen, y lloré recordando mis últimos días en América. Hoy, dos años después, escribo el último Rincón de Chechu antes de que él se vaya, quizá para siempre. Y queramos o no queramos, nos engañemos o no, El vuelo excede el ala, de Jenaro Taléns, que viene a decir que el silencio es y será siempre superior a las palabras. Por eso sólo me queda teclear despacio mientras escucho su silencio, que pronto se acabará y me dejará solo, bajo la luz de mi lámpara, con mis libros de Marsé, sin nadie que me diga ‘qué tostón es tu artículo de hoy’, sin oler a pizza quemada a eso de las diez de la noche, sin poder gritar, como haré dentro de unos segundos, ‘te acabo de mandar el rincón’, sin poder reírme de su cinturón de Batman o de su forma de cortar los filetes, igual que los corta un niño. Momentos, momentos. Pero en mis ojos, quizá el día en que realmente esté cerca del fin, alguien podrá decir que después de todo, al subir la sábana del ahogado, vio en el profundo pantano de mis pupilas un remoto espejismo, estos dos años, traspasado por el aullido azul de la verdad, el silencio de él.
A mi amigo Jorge Blanch, en un desesperado intento de decirle adiós.
2 comentarios:
Lo primero que quiero decir es... que Crazy Stupid Love no es ningún bodrio! xD
Aclarado esto, me siento muy halagado no solo por esta preciosa entrada que no merezco y que no podré leer mucho porque me toca demasiado la fibra, sino por contar con este rincón que eleva la categoría del blog cada semana y también por tener una amistad que va mucho más allá de lo meramente cinematográfico, porque si sólo se basara en eso ya no nos hablaríamos desde hace tiempo!
Para mi esto no es una despedida, la comunicación va a seguir muy presente, pero sí que me da mucha pena que ya no hayan sesiones de cine, ni almuerzos en la cocina a tres bandas... En fin, lo dejo ya que esto se está convirtiendo en El diario de Patricia jaja
¡Hasta dentro de un rato!
Las amistades verdaderas no entienden de distancias ni de tiempo.
Yo sigo conservando amigas de mi infancia a pesar de que se encuentran a miles de kilómetros.
¡Un abrazo Jorge y hasta siempre!
Publicar un comentario