Eh, tú. El del ordenador. Te hablo a ti. Sí. Escúchame. Date la vuelta. Deja lo que estás haciendo. Les hablo a tu traje y a tu corbata oscura. A tu pelo brillante. A tus zapatos de cuero italiano, o español, o de donde sea. A la cara de autosuficiencia y de cínico que tienes. A tu cartera. A tu Mercedes de diez quilos. A la tarjeta con tu nombre que llevas en el bolsillo de la chaqueta. A tu poder. A todo lo que representas.
Te extrañará que te tutee. No suelo hacerlo, como comprenderás: soy una persona educada y respetuosa. Pero es que a ti, amigo, no te respeto. Y soy sarcástico en lo de llamarte amigo. No te confundas, y mírame a los ojos. La puerta de tu despacho está cerrada por dentro, y yo estoy entre esa puerta y tu mesa, y de momento no puedes salir. Tu secretaria, que por cierto está muy buena —seguro que la has contratado por eso—, no me ha visto. Así que tengo unos minutos antes de que venga el de seguridad. No te voy a hacer nada. No me acercaré a ti. Sólo voy a hablarte. A decirte unas cuantas cosas.
Resulta que siempre te he visto por la calle. En el centro, claro, junto a todos los edificios caros, y altos, en los que trabajas. Desde que soy niño había hombres como tú saliendo de coches que no conducían, metiéndose en portales inmensos, llenos de cristales y de lujos. Con cámaras y todo. A veces, incluso, estáis en lugares antiguos y bellos, lo que me incomoda todavía más, porque no os pertenecen. No son de vuestra clase. La última vez que te vi salías del ascensor y yo entraba en él, después de que el portero me mirase con cara de sospecha. Ibas con varios de los tuyos, riendo despreocupado, y me miraste por encima del hombro, como sueles. Maldito el día en el que a alguien se le ocurrió poner el registro intelectual en el mismo edificio que un gran banco, pensé cuando se cerraron las puertas. Irías a comer a un sitio caro. Yo llevaba una novela debajo del brazo y la cabeza llena de sueños.
Pero no me voy a entretener con historias que a nadie importan. Iré directamente al grano. Estoy aquí por muchas razones, pero la decisión de venir hoy la he tomado porque ayer, en mi casa, vi una película que hablaba de ti. Se llama Margin Call, y probablemente no la hayas visto. Estás demasiado ocupado en tus operaciones, en tu dinero, en tu lujo, y no creo que tengas tiempo para ir al cine. O sí. Me da igual. Pero eh. Deja de mirarme así. No soy idiota, y no baso mis ideas sobre ti, y sobre lo que representas, en una película de ficción. Es simplemente que me ha hecho detonar. Pum. Me ha tocado la fibra, fíjate tú. Me ha hecho odiarte más, y me ha hecho recapacitar sobre mi vida, sobre mí mismo, y decidir que ya, ahora, en este instante, tengo que escupirte en la cara. Aunque tengas una casa en las afueras y un perro con pedigrí. Aunque tus hijos estén ahora en el colegio bilingüe de dos mil pavos al mes.
Yo sé cómo actuáis, porque os he visto. Y porque —azares de la vida— he conocido gente de tu calaña. No sólo hombres: también mujeres. Sé cómo sacas tu tarjeta de empresa y cómo la entregas a las estúpidas rubias de los clubs de Nueva York, o de Hong Kong, o de Madrid. Cómo ellas, metidas en ese mundo, se mueren por acostarse contigo porque saben que tu empresa factura no sé cuántos billones al año. Que quizá después las lleves a cenar en tu Mercedes, a toda hostia, calamari con prosciutto en el restaurante más chic de Montreal. Y cómo tú, estúpido idiota vestido de Armani, te sientes dios en ese momento.
Resulta que —te sonará— hace un par de años el mundo se fue al carajo, como otras veces. Somos gilipollas y debimos haber aprendido del veintinueve, o del setenta y cuatro, o de las mil ocasiones en que el mercado hizo crack por culpa de sinvergüenzas como tú. Pero no aprendimos. No aprendemos. Y seguimos esclavizados por tu departamento de marketing, y por tus ofertas constantes, y quizá por tu modo de vida, que muchos desean. Yo estuve hace un año en Wall Street y me senté en un banco de piedra, mirando la bolsa. Encendí un cigarrillo y me quedé un rato observando aquel edificio. Fumando. Pensando. Oyendo cómo los gritos del mundo salían de debajo del asfalto, porque tú estabas dentro, jugando con los ahorros de una familia japonesa, o con los medicamentos para la gripe A —que tú y tus amigos inventasteis para jodernos—, o con las hipotecas de miles de millones de personas honradas, que pasan su vida sudando y sangrando para tener un lugar caliente en el que dormir, y un futuro digno que darle a sus hijos. Y no te lo creerás, pero sí se escuchaba. Los crujidos del sistema reventando, asfixiado, el dolor de los árboles que talas y del aire que contaminas, de las vidas que vendes para ganar bonos e intereses. Tú, querido hijo de puta, tienes el mundo en tus manos.
Me da igual que seas un broker, o un banco, o una farmacéutica, o una constructora. Incluso me importa una mierda que tu multinacional sea dueña de un club de fútbol, del que probablemente seas socio. Yo, gracias a dios, siento el deporte como algo más que pasta y negocios, y soy del equipo de mi ciudad pequeña porque una vez, de niño, lloré al verlos perder y mi padre me regaló su camiseta. Me da igual que hayas ido a Harvard, o a cualquier universidad excelente a la que tu familia hace donaciones. También me importa un carajo que hayas sacado buenas notas y que tengas un MBA. Hay gente que tiene lo mismo que tú, pero es honrada. Y trabaja, y gana dinero, e investiga, y la sociedad se beneficia de su inteligencia y de su profesionalidad. Tú, sin embargo, estás vendido. Tú, sin embargo, no tienes alma.
Pero, eh, qué ocurre. No te extrañas de que esté hablando contigo, y no con un político. Como ves, no soy tan ingenuo. Y debes imaginártelo. Los partidos me dan igual, porque son tus marionetas. Tú pagas sus campañas. Tú, admítelo, eres quien pone el culo del presidente en la silla de gobernador. Tú eres, tú y el dinero que robas, que inflas, que mueves sin pudor, que inventas, tú y ese dinero sois quien manda aquí. Me importa un carajo la democracia, porque no existe. De la misma forma que te benefician los liberales, porque son de tu misma especie, te metes en el bolsillo a los socialistas, y dejas que paseen su triste cara por las televisiones un tiempo para luego, zas, reventarlos por debajo de la mesa y que vuelvan los otros.
Estoy viendo llegar a un guardia de seguridad, así que terminaré de una vez, e intentaré ser breve. Quizá me lleve a un sótano y me pegue unas hostias. Pero antes escucha, desgraciado. No te creas que esto durará para siempre. En realidad, he venido a avisarte. La gente empieza a estar muy cabreada. El pueblo, vamos. Las personas como yo, que estudian, que se parten el lomo para sobrevivir en este mundo que tú controlas. Así que quizás algún día, no demasiado lejano, entren en este despacho varios hombres y mujeres, y en lugar de hablar contigo, destrocen esa preciosa mesa y ese ordenador moderno, y rompan tus cuadros y peguen fuego a tus documentos. Y luego se alejen, felices, y bajen a la calle. Y griten de nuevo, como ha pasado ya, Libertad, igualdad, fraternidad. Porque mira. De tiburones está el mundo lleno. Pero al final el mundo se cansa, revienta, y pega un giro. Y puede ser que a ti te pille desprevenido. Así que ya sabes, rey de las finanzas. El que avisa no es traidor. Te aviso.
4 comentarios:
Lo único que podría funcionar con esta gentuza es que perdiesen todas sus posesiones, todo su dinero. Los discursos, el apelar a la moralidad, a la conciencia no funciona. Eso sí, después de decirle todo lo que sentías, quedaste aliviado. Ojalá cambiase el pulso de la vida. Debemos seguir creyendo en las utopías y luchar por un mundo mejor, infinitamente mejor. No sé lo que va a ser de este nuestro país en los próximos años. Seguramente tengamos que vender las joyas de la abuela y la catedral de Santiago.
Y avisados quedan, pero parece darles igual... tienen como respaldo algo más que el cómodo mullido de sus enormes sillones de cuero, tienen detrás la historia que parece que siempre ha estado de su parte.
Pero nunca es demasiado tarde para cambiar las cosas.
No son solo ellos, somos todos un poquito culpables, occidente engorda mientras miles de personas mueren de hambre.
Se acerca un cambio mundial...no queda otro remedio.
Por un momento imaginé el final a lo Guy Fawkes a punto de detonar unos bonitos fuegos artificiales
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